“No te metas con mis niños”, escuchamos a menudo de quienes tienen sospechas sobre el rol del Estado en la educación. En esta premisa, los niños, niñas y adolescentes -propiedad de sus progenitores o cuidadores- deben recibir solo aquellos conocimientos y valores elegidos y autorizados por quienes son, supuestamente, sus dueños. Se trata de una interpretación errada de la libertad de enseñanza, porque no respeta la calidad de sujetos de las infancias. Y resulta peligrosa para la democracia y la dignidad de las personas.
El debate en materia de libertad de enseñanza presente en Chile ha estado centrado, en los últimos años, principalmente en la Educación Sexual Integral. Se cuestiona si acaso el Estado puede obligar a los establecimientos privados a enseñar sobre diversidades sexogenéricas desde una perspectiva respetuosa de sus derechos humanos e igualdad en el ejercicio de derechos. También si el Estado puede forzar a los establecimientos a integrar conocimientos sobre sexualidad en el currículum.
El “no te metas con mis hijos” es una respuesta negativa a ambas disyuntivas. Que el Estado no intervenga en lo que es un ámbito privado. O más bien, un ámbito en el que solo los padres y madres deciden por sus hijos. Es privado para los adultos, que son quienes poseen a sus hijos, eligiendo qué se les enseña y de qué conocimientos se les priva.
Tanto en el marco del derecho internacional de los derechos humanos como en el derecho nacional vigente en Chile (Constitución Política, Ley General de Educación, Ley sobre Garantías de la Niñez, entre otras normas) los niños, niñas y adolescentes son personas consideradas sujetas de derecho. Este reconocimiento no es baladí, pues implica que su opinión debe ser escuchada y respetada, atendiendo a su autonomía progresiva, y también implica que son titulares de todos los derechos consagrados en favor de las personas. Entre esos derechos, se encuentra el derecho a la educación.
La educación como derecho humano y también como derecho constitucional ha sido delineada con un gran nivel de detalle por la comunidad internacional, en los tratados, y por el legislador, en la Constitución y la Ley General de Educación. Existe una especial preocupación por definir normativamente cuál es la educación que queremos proteger como derecho, qué sentido debe tener, a qué debe orientarse y cuáles son sus lineamientos. No cualquier educación es considerada un derecho.
De la lectura del artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), del artículo 29 de la Convención de Derechos del Niño, del artículo 19 N°10 de la Constitución Política y del capítulo primero de la Ley General de Educación, se pueden identificar con facilidad los valores que la educación debe promover: el respeto por los derechos humanos y la democracia, la diversidad, la participación, la amistad y la paz, entre otros.
La educación que es reconocida como un derecho es aquella que enseña a las personas a vivir en una sociedad democrática, a respetar a las demás personas como igualmente dignas (el fundamento de los derechos humanos), a resolver los conflictos de manera pacífica, a no ejercer violencia sobre otras personas, a participar de las decisiones que afectan a la comunidad y decidir libre e informadamente sobre la propia vida. A contrario sensu, no se reconoce como derecho un proyecto educativo que enseñe a denostar a otros, que no reconoce la igual dignidad de todas las personas, que promueve métodos violentos o autoritarios, que no reconoce la diversidad o que no enseña cuestiones relevantes para tomar decisiones libres e informadas sobre la vida personal.
En este sentido, y recordando que el Estado es el garante de los derechos humanos y constitucionales fundamentales en todo el territorio sometido a su jurisdicción -incluyendo los espacios privados- es necesario preguntarnos cómo se armoniza lo anterior con la libertad de enseñanza, también reconocida como derecho humano y constitucional.
Tanto los tratados como la Constitución reconocen el derecho a “abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales” distintos a los del Estado. Ello garantiza la pluralidad de proyectos educativos con diversos énfasis, orientaciones religiosas, idiomáticas, etc. Al mismo tiempo, se reconoce el derecho de padres y madres de “escoger el establecimiento de enseñanza para sus hijos”, conforme a sus preferencias personales.
Contrario a lo que muchas personas sostenían en 2014, cuando se discutían las reformas impulsadas en el segundo gobierno de la ex presidenta Michelle Bachelet sobre educación, que defendían la libertad de los establecimientos para elegir a sus estudiantes, la libertad de enseñanza implica una pluralidad de oferta, pero el derecho de elegir es de las familias, no de los establecimientos.
Digo de las familias, y no de padres y madres, como señala textualmente la Constitución, porque ese derecho a elegir está consagrado de manera adulto-céntrica y debe armonizarse con el derecho del niño o niña de opinar y ser escuchado en atención a su progresiva autonomía: en la medida que crecen, la decisión sobre el establecimiento no es meramente de padres y madres, sino también, y fundamentalmente, del niño o niña titular del derecho a la educación.
Por eso la premisa inicial resumida en la frase “no te metas con mis niños” es errada. Porque no reconoce la calidad de sujeto de derechos que tienen los niños, niñas y adolescentes, y se pretende que padres y madres puedan tomar decisiones fundamentales para su desarrollo como si fueran objetos de su propiedad, sin la participación de quien es el titular del derecho. Esta forma adulto-céntrica de concebir a niños y niñas afortunadamente está siendo superada en la doctrina y la práctica jurídica, pero falta mucho aún para que sea erradicada de las prácticas culturales.
Por otro lado, pretender que padres y madres puedan elegir educar a sus hijos e hijas de cualquier forma, contraria a valores éticos y morales que no solo han sido fruto de un consenso universal, sino reconocidos por la legislación nacional con amplio consenso, es peligroso para nuestra convivencia social y para el desarrollo de esos niños y niñas.
Enseñar a niños y niñas que la homosexualidad o la identidad transgénero son aberraciones de la naturaleza atenta contra la dignidad de quienes no pertenecen a la categoría hetero-cis. Atenta también contra el desarrollo de esos niños y niñas, que posiblemente se reconozcan en alguna diversidad sexo genérica pero no sean capaces de expresarlo por temor al castigo social que se les ha enseñado.
Lo mismo ocurre cuando se niega a niños y niñas información científica sobre su sexualidad y afectividad, se les priva de su derecho a aprender conocimientos cruciales para su desarrollo pleno, su cuidado y seguridad. Dado que son los niños y niñas quienes son titulares del derecho a la educación, y no sus padres o madres, debe ponerse su interés superior por sobre las consideraciones morales o religiosas de sus progenitores.
La educación privada no es un espacio de libertad absoluta donde pueden negarse conocimientos fundamentales o enseñarse valores contrarios a la educación como derecho. ¿Permitiríamos acaso que existieran proyectos educativos al estilo del nacional socialismo, que enseñen que a ciertos sectores sociales hay que exterminarlos por ser razas inferiores? ¿Permitiríamos acaso que los padres de un niño escondieran la evidencia científica y le enseñaran que la tierra es plana, que el sol da vueltas alrededor de la tierra o que no existen otros planetas en nuestro sistema solar?
Los niños y niñas son titulares de su derecho a la educación, y esta, en tanto derecho, les asegura el ser educados bajo valores de respeto a los derechos, la igual dignidad y la paz. También les asegura que el sistema educativo les proveerá de los conocimientos necesarios para su desarrollo libre como personas.
Es tiempo de que en el debate sobre educación dejemos de lado la opinología moral. Se trata de derechos de niños, niñas y adolescentes, y de la obligación jurídica del Estado de garantizarlos.