El país se nos terminó de reventar el 18 de octubre de 2019. Lo escribo así –“se nos terminó de reventar” y no “reventó”– para evitar la tentación de pensar que el estallido fue el inicio de algo y no su desenlace. Para entonces, Chile llevaba más de una década de descontento social, caracterizada por manifestaciones masivas –ininterrumpidas al menos desde 2011– e índices de confianza en las autoridades políticas consistentemente bajos. Para 2019 quizás ya nos habíamos acostumbrado, pero no era algo normal: una democracia saludable no ve todas sus instituciones deslegitimadas de forma continua y un sistema político capaz de dar respuestas a las necesidades de la población no la encuentra, mes a mes, volcada a las calles demandando respuestas.
Los grupos dirigentes habían sido incapaces de dar respuestas satisfactorias a ese malestar que se acumulaba, pero difícilmente podían responder con celeridad al estallido social de 2019. Aturdidos –como queda cualquiera tras una explosión, por lo demás– tendieron a tomar dos actitudes: negación o celebración. El estallido fue entendido o como un plan maléfico contra el gobierno o como el despertar de un pueblo que se alzaba contra sus opresores. Ambas narrativas obviaron al país que, literalmente, se les quemaba al frente. Probablemente era más fácil identificar un enemigo al cual derrotar que asumir la complejidad de una crisis que ya no se podía evitar pues estaba en pleno desarrollo. Ello permite entender por qué durante casi un mes entero no hubo propuestas de salida a la crítica situación que se estaba viviendo, o al menos propuestas de salidas políticas. Unos querían apagar el fuego con balas y otros buscaban atizarlo y echarle bencina, ambos grupos buscando la caída de ese “enemigo” identificado en su narrativa, nadie con un plan de qué hacer después con las consecuencias de ello. Los que no cayeron en estas lógicas, que no fueron pocos, seguían aturdidos y sin saber qué hacer. Por eso el 15 de noviembre fue una fecha tan importante.
El “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”, firmado el 15 de noviembre de 2019 en el ex Congreso Nacional, fue la primera propuesta de salida política que se propuso ante la crisis que el estallido había evidenciado. No fue una propuesta simbólica ni implicó que las presidencias de los partidos “crearan” el momento constituyente; lo que sí hicieron fue darle una necesaria viabilidad institucional a un proceso que permitiera alcanzar un nuevo “pacto social”. Una nueva Constitución que fuera, a la vez, escrita en democracia y sustento de una democracia con la que todos pudiéramos sentirnos satisfechos. El acuerdo, por cierto, no resolvió por sí solo la crisis, porque nunca pretendió ser una solución sino una propuesta de cómo alcanzar una: asumir que algo se había derrumbado, gastando menos tiempo en evidenciar la culpabilidad que el adversario había tenido en ello y más en pensar cómo construir juntos un nuevo juego del cual todos estuviéramos dispuestos a participar.
Cuatro años después y luego del plebiscito de hoy, creo que ya podemos afirmar que no lo logramos.
Nuestro momento constituyente fue un fracaso.
Nuestro fracaso constituyente.
¿Qué significa un fracaso constituyente? Para explicarlo necesito volver a la idea de la democracia como un “juego”. Todo juego posee reglas que delimitan lo que se puede hacer o no. Hay juegos con reglas más restrictivas –en el ludo, por ejemplo, las opciones de movimientos son enormemente limitadas – y otros con normas mucho más complejas, como muchos sesudos juegos de mesa de moda en los últimos años. Lo que no existe es un juego que no las posea. Estas reglas tienen que tener dos características esenciales: deben permitir que el juego pueda ser jugado –nadie quiere quedar a la mitad de una partida porque no se puede continuar por un problema de diseño– y deben ser validadas por los participantes. Es decir, los jugadores tienen que considerar que las reglas les entregan, al menos, una posibilidad real de poder ganar. Ninguna persona querrá jugar un partido de fútbol con la cancha inclinada hacia el arco propio o una partida de ajedrez donde el contendor parte con todas sus piezas pero uno solo lo hace con el rey y un peón. Si alguien se ve obligado a participar de un juego con reglas así de injustas, eventualmente terminará en uno de dos estados: o totalmente desinteresado y sin prestar atención al juego, o profundamente irritado, en algunos casos al punto de llegar a patear el tablero.
El juego de la democracia tiene sus propias reglas. Están recogidas en ese “manual” que es la Constitución. Pero este juego posee, además, una particularidad. En la vida existen juegos competitivos –donde los participantes compiten para alcanzar la victoria– y juegos colaborativos –donde las partes deben cooperar entre sí porque solo hay dos finales posibles: o todos ganan, o todos pierden–. La democracia es un juego que combina ambas características. En la democracia cada jugador hace movimientos con los que busca obtener la victoria, la que comúnmente se traduce en alcanzar espacios de poder y avanzar en el propio proyecto de sociedad que se tiene. En este contexto, hay ciertas movidas que, pudiendo ser muy efectivas para ganar, también van desarmando el tablero. Hacer trampa en una elección, por ejemplo, pudiendo llevar a alguien fácilmente al poder, es también una movida que daña el juego de la democracia, tanto porque reduce la confianza de la ciudadanía en el voto como porque abre espacio a que otros puedan usar la misma estratagema en el futuro. En simple: en el juego de la democracia, no puedo pensar solamente si mi jugada me ayuda a ganar o no, porque si no estamos atentos al tablero y este termina por desarmarse, perdemos todos.
Nuestro fracaso constituyente fue que, cuando el juego que veníamos jugando hasta 2019 se nos desarmó, no fuimos capaces de construir uno nuevo. Fallamos en darnos un nuevo set de reglas, en armar un tablero, hasta en definir para qué jugamos juntos y por qué vale la pena hacerlo. Habrá que estudiar las razones de este fracaso con calma, pero, por el momento, hay al menos dos que me parecen claras.
La primera tiene que ver con las narrativas sobre el estallido social a las que ya me he referido. Lo romantizamos o lo satanizamos, pero no fuimos capaces de ver la profunda fractura que evidenciaba. Pocos intelectuales y académicos alcanzaron siquiera a reflexionar sobre este y, quienes pudieron, tendieron a usarlo como confirmación de tesis que venían sosteniendo hacía años. Después vino la pandemia y las preocupaciones pasaron a ser otras. El problema es que nos llevamos esas narrativas con nosotros a los procesos constituyentes y desde ellas los leímos. La combinación de esto con nuevas reglas electorales fue fatal, porque dificultó leer los resultados de las votaciones. Para colmo de los males, esa lectura siempre fue unilateral: en Chile el que gana una elección es quien impone su “interpretación” sobre esta.
Ocurrió primero con la elección de constituyentes de 2021: los vencedores vieron en esta un apoyo irrestricto de la ciudadanía a las ideas progresistas y no la suma de una ciudadanía que no quería saber más de los partidos políticos, una serie de eventos que llevó a que pudieran presentarse listas de independientes y el que estas vinieran casi exclusivamente desde la izquierda. Volvió a pasar con el plebiscito de 2022: ignorando las incógnitas que introducía el voto obligatorio y el incremento explosivo del padrón electoral, los nuevos ganadores sostuvieron que el resultado reflejaba el rechazo a todas las propuestas de la Convención y que, por lo tanto, un nuevo proceso constituyente sustentado en las ideas contrarias tendría una popularidad irrefrenable, algo que, como sabemos, nunca se concretó. Lo vivimos una vez más con las elecciones de consejeros en mayo de este año: Republicanos entendió su victoria como una prueba de que la ciudadanía siempre había querido el tipo de país que ellos proponían y no como un resultado obvio del fin del sufragio voluntario – si ahora estaban obligados a votar, ¿por quién más iban a hacerlo quienes no habían estado dispuestos a ir a las urnas ni por la Concertación, ni por Chile Vamos, ni por la Nueva Mayoría, ni por el Frente Amplio?
El problema de fondo es que si los ganadores no salían de sus narrativas, si no entretenían al menos la idea de que había otras lecturas posibles para explicar sus victorias, no se podía lograr construir un juego al cual todos, vencedores y vencidos, estuvieran realmente dispuestos a jugar. Y allí estuvo nuestro gran fracaso, tanto en el primer proceso como en el segundo. Personalmente, defendí el texto de la Convención y sus contenidos me siguen haciendo mucho sentido, pero hoy comprendo que incluso si el Apruebo hubiera triunfado el año pasado, la nueva Constitución habría tenido una vida breve. Y no -como sostenían muchos- por la plurinacionalidad, la democracia paritaria, o el bicameralismo asimétrico; simplemente porque aquel texto era la base de un juego cuyas reglas no habían sido acordadas por todas las partes y, por ende, no todas las partes iban a estar dispuestas a jugarlo. Un año después, los contenidos de la propuesta que votamos hoy son radicalmente opuestos, pero el problema que enfrentamos fue dolorosamente similar. La historia nos lo ha mostrado una y otra vez: las Constituciones no se sostienen en el hecho de ganar o no un plebiscito; lo hacen en la medida que todos los contendores políticos les reconocen legitimidad.
La segunda razón que explica nuestro fracaso constituyente estuvo directamente ligada con la primera: la lógica exacerbada de adversarios nos impidió comprender la relevancia del componente colaborativo en el juego democrático. Lo que estaba en disputa parecía ser tan importante que muchos estuvieron dispuestos a dejar que el tablero se fuera desarmando con tal de avanzar una casilla más o dos. Los hubo quienes pretendieron saltarse las reglas o desconocerlas, los que difundieron miedo y mentiras sin asco o aquellos que buscaron amedrentar a quienes pensaban distinto. Con cada una de sus jugadas, el juego de la democracia se iba erosionando.
Cuando el juego que veníamos jugando hasta 2019 se nos desarmó, no fuimos capaces de construir uno nuevo.
Da lo mismo lo que hayamos votado en el plebiscito anterior o lo que votamos hoy: todos pensamos en algún ejemplo “del otro lado” cuando leímos la oración anterior. El “todo vale” se convirtió en la norma en estos cuatro años y muchos de quienes debían liderarnos políticamente se abrazaron a estas nocivas formas de actuar con tal de ganar puntos. Lo peor es que nosotros, los votantes, en vez de castigarlos, muchas veces los premiamos. Fuimos muy duros para denunciar estas prácticas cuando las vimos en el adversario, pero cautos y casi comprensivos cuando las detectamos en alguno de los “nuestros”. Enfatizo esto porque somos muy buenos para echarle la culpa de todos nuestros males a “los políticos”, pero hay que decirlo fuerte y claro: como ciudadanía, somos grandes responsables de este fracaso también.
Este domingo, voté En Contra. Esto se debió a muchos elementos del contenido del texto propuesto: el falso “Estado Social” o el “interés superior” del niño que no es tal, los cambios políticos que favorecen a un solo sector, las medidas tributarias regresivas, entre otras. Pero lo cierto es que la principal razón de mi voto tuvo que ver con lo que aquí he expuesto. Porque si ganaba el “A Favor”, los vencedores volverían a leer los resultados a su antojo y habrían gritado a los cuatro vientos que es “Chile” quien respalda sus ideas, sin siquiera preguntarse cuántos de los votos recibidos no eran realmente a favor del texto propuesto, sino que en contra del gobierno o en pos de terminar con el tema constituyente –razones que ellos mismos levantaron, sin ir más lejos. No se habrían cuestionado si acaso quienes votaron a favor por que el texto los convencía y no por esas otras razones eran solo una minoría y, por lo tanto, no había razón para que hicieran esfuerzos para intentar que esa adhesión creciera una vez que el texto fuera implementado. Y así, lo más probable es que esa Constitución habría tenido una vida breve y que el juego volvería a derrumbarse bajo nuestros pies, y los unos de nuevo acusarían a los otros de conspirar contra ellos y los otros otra vez creerían que la ciudadanía se levantaba contra las ideas de los unos, y como una rueda en el barro seguiríamos girando y girando, pero sin movernos. Estaríamos condenados a quedarnos en el mismo lugar en que estamos desde el 2019 y sin que nadie asumiera la profunda crisis en la que estamos ni, mucho menos, la responsabilidad que le cabe a cada quien en ello.
Si ganaba el “A Favor”, los vencedores volverían a leer los resultados a su antojo y habrían gritado a los cuatro vientos que es “Chile” quien respalda sus ideas.
La victoria del “En Contra” nos obliga a mirar todos de frente el fracaso. Para la izquierda, es aceptar que la Constitución de 1980 nos seguirá rigiendo y por un buen tiempo más. Para la derecha, es despedirse de manera definitiva de algunos de los candados constitucionales que durante décadas defendieron con uñas y dientes. Para nosotros, la ciudadanía, es saber que no nos satisface nuestro actual “pacto social”– lo dijimos fuerte y claro en el plebiscito de 2020– y que, sin embargo, tendremos que contentarnos con seguir regidos por este dado que ni nuestros grupos dirigentes ni nosotros mismos fuimos capaces de construir uno nuevo. No estamos en un escenario idílico sino todo lo contrario, pero al menos nadie podrá capitalizar la victoria, porque no habrá victoria alguna que capitalizar. Y es esta derrota colectiva el único escenario en que veo una posibilidad de que podamos mirar la crisis de frente, mirarnos entre nosotros con la humildad que entrega una derrota, y entender que de esta crisis no saldremos si no es construyendo un nuevo relato. Que o armamos un nuevo juego entre todos o simplemente no habrá nada qué jugar. Es más profundo que “escribir” una Constitución. Es construir una verdadera comunidad política.
No veo otro camino para salir de este abismo al que hemos caído. Asumir nuestro fracaso constituyente es un paso necesario para comenzar a andarlo.