Fue un suspiro. Yo diría que de alivio. Esa fue mi primera reacción tras la eliminación de Chile al Mundial de Qatar. Cada nuevo partido tenía la capacidad de ser más insoportable que el anterior. Cada uno a su modo. O era la mala fortuna de un gol encajado a última hora; o era el error interpretativo de un maldito árbitro sospechosamente incapaz; o era ese juego temeroso y sin ideas que durante un tiempo creímos extinto. Lo más absurdo de todo parecía ser mantener la esperanza. Llegué a odiar esa palabra y a mirar con desconfianza su sentimiento. Para colmo los estadios siempre llenos. La desilusión que arrojaba el juego y los resultados de Chile en la cancha no eran suficientes como para que el destino no nos hiciera la jugarreta de las matemáticas y la gente recuperara la expectativa. Qué droga dura es la expectativa. Chile perdía, sí, pero al mismo tiempo lo hacían Colombia, Paraguay y Perú, y así seguíamos vivos; agónicos, mejor dicho.
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Nos juntamos a las diez de la mañana en un café de la comuna de Providencia. Detesto que me citen en un café para hablar de fútbol. Para mí el fútbol es pasión y si tengo que escupir pasiones prefiero un copete. Una cerveza o una piscola.
El periodista llegó al mismo tiempo que yo. Su rostro no disimulaba la tristeza. La eliminación se había concretado la noche anterior en otro partido opaco del conjunto chileno. Fue un final de carácter insípido, en el que Uruguay nos arrolló futbolísticamente y como respuesta solo hubo autocomplacencia en el discurso de los jugadores y un pobre análisis de la directiva.
Mi encuentro con el periodista tenía como objetivo repasar la campaña y de paso establecer alguna hipótesis del fracaso. Algo de eso hicimos. No mucho. La mayor parte del tiempo lo escuché quejarse de la oportunidad perdida. "Este era mi Mundial, estaba en la lista de quienes iban", me señaló con pesar, para luego aclararme que tiene dos trabajos. La pega buena y la pega mala. Curiosamente la buena para él era la de trabajar en la tele. Esto no lo dijo, pero lo dijo. El lenguaje se vuelve honesto en sus tonos. Conmigo estaba en su pega mala. Aquello lo confirmé apenas intenté pedir un sándwich y al hueón casi se le salen los ojos. Como sea, intenté subirle el ánimo haciéndole ver que Qatar es un país de mierda, pero no parecía importarle demasiado el modo en que se adjudicaron la organización del evento, ni los trabajadores que han muerto para que este se realice, ni siquiera los ridículos precios, el infatigable clima o el cúmulo de restricciones a la libertad que deberán vivir los turistas. Nada de eso eclipsaba la visión (ahora deshecha) de verse en el matinal de turno, vistiendo la camiseta chilena, realizando preguntas estúpidas, ojalá emocionales, que luego deriven en alguna nota de diario, o incluso una portada.
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De pendejo siempre fui futbolero. No sé cómo llegué a quererlo tanto. Es mi obsesión más duradera. Tengo 37 años y todavía no me aburre. Las papas fritas tampoco me aburren. El Chucheta hace muy buenas papas fritas. El Chucheta es un amigo. Le decimos de esa manera porque se lo ha ganado. Nadie se salva y ningún escenario está inmaculado; detesta lo que no entiende y le parece ajeno; pero también lo que conoce y le resulta falso.
Fuimos juntos al estadio la última vez que Marcelo Bielsa dirigió en Chile. Paradójicamente fue contra Uruguay, al igual que el último partido de la eliminatoria al Mundial de Catar. Por supuesto, aquella vez con Bielsa el juego de Chile fue muy distinto. Ese era un equipo atrevido, feroz, lleno de dinámica y de convicción. Convicción que no solo tenía el cuerpo técnico y su grupo de jugadores, el hincha del fútbol e incluso un chileno indiferente podía llegar a adherir y conmoverse con lo que era una propuesta colectiva y valiente, tan valiente como para no temer a una eventual derrota. Pero aquello fue un sueño del que despertamos esa noche en que todo el estadio llevó poleras negras. Esa fue la poética respuesta de la muchedumbre que hace del fútbol un negocio y le da a quienes dirigen un poder que se esfuerzan por no merecer. La reyerta interna terminó el proceso de Bielsa de manera anticipada. Así y todo, el impulso fue tan fuerte que el estilo de juego y la ambición adquirida ayudó a una generación a ganar dos títulos continentales. Pero fue solo un impulso, pues las raíces habían sido cortadas.
Intenté subirle el ánimo haciéndole ver que Qatar es un país de mierda, pero no parecía importarle demasiado el modo en que se adjudicaron la organización del evento, ni los trabajadores que han muerto para que este se realice, ni siquiera los ridículos precios, el infatigable clima o el cúmulo de restricciones a la libertad que deberán vivir los turistas.
La primera vez que fui al estadio me llevó mi tío Manuel. Fue en el Monumental, el mismo estadio del adiós de Bielsa, en un clásico entre Colo Colo y la U. Lamentablemente para mí ganó Colo Colo.
Antes de ingresar, tío Manuel me dijo: "Acá es el único lugar donde Dios no escucha los garabatos". Tenía 5 años y recuerdo haber dicho todos los garabatos que conocía. Eran pocos, pero definitivamente descubrí lo terapéutico que puede ser un garabato en el estadio. Muchos años después, con el Chucheta nos jugamos un campeonato mundial de garabatos. ¡Hasta inventamos algunos! ("¡¡No te da ni pa hijo de puta, sobrino de paco, UDI conchetuprima!!" fue una de las tantas improvisaciones que le regalamos a los miserables de la ANFP). Por momentos lloramos uno al lado del otro, así como mucha gente, por eso lindo que nos arrebataban, por ese sueño roto. A eso podría llamar pena, a lo de Qatar probablemente con decepción basta y sobra.
Es que luego de los años ya nada pudo ser lo mismo.
Recuerdo una declaración de Alexis Sánchez durante la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010: "Yo corro por mis compañeros y ellos corren por mí". Hoy lo que se declara es bastante distinto: "Soy el máximo goleador y asistidor de la historia de la Selección. No le debo nada a nadie". El éxito contamina, pero el fracaso luego del éxito puede ser todavía más complicado.
A mi sobrino, el Kike, le ha costado digerir la normalidad. Porque la normalidad de mi generación, y de las que me preceden, es llenar el álbum del Mundial sin la Roja presente, buscando simpatía en otras selecciones participantes. Con 16 años actualmente, creció viviendo la Roja bonita, y hoy le toca comprender lo que vivimos todos nosotros antes. El chaparrón de realidad, sin embargo, nunca estuvo ausente. La fatalidad ha sido parte de nuestra historia y con ese relato siempre ha convivido, incluso cuando Arturo Vidal quiso presumir de ser los mejores del mundo. Al día siguiente Carepato Díaz se mandó flor de cagada en nuestra área y gol de Alemania. Perdimos la final de la Copa Confederaciones y al poco tiempo quedamos fuera del Mundial de Rusia 2018. Todavía me resulta inexplicable esa eliminación.
Si con Bielsa fue pena y Qatar decepción, lo de Rusia tiene mucho de inefable. Vaya farra. El Guatón Nelson, un amigo que tiene el maravilloso don de tomar como nadie y el defecto de seguir atrapado a su ex -y que, por tanto, sabe de lo que se trata una farra-, dice que las dos mayores farras de nuestra historia son el salitre y Rusia 2018. Y yo diría que muy equivocado no está.
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No sé qué hará el Kike para este Mundial, pero me imagino que como todos buscará refugio en alguna selección. ¿Sudamericana? Puede ser. Pero no todos. Hace unos días tomé un taxi y el conductor escuchaba un programa de fútbol por la radio. El programa estaba tan fome que no se le ocurrió mejor cosa que hablar conmigo. Admito que no le hago el quite a ese tipo de conversaciones. Me gusta hablar con gente que no conozco. Y más si es de fútbol.
Muchos años después, con el Chucheta nos jugamos un campeonato mundial de garabatos. ¡Hasta inventamos algunos! ("¡¡No te da ni pa hijo de puta, sobrino de paco, UDI conchetuprima!!" fue una de las tantas improvisaciones que le regalamos a los miserables de la ANFP).
No hubo que hacer mucho esfuerzo para terminar hablando del Mundial. Tampoco tuve que hacer mucho esfuerzo para que el taxista se soltara. Se notaba que lo hacía habitualmente y definitivamente jugaba de local. Lo primero que dejó en claro es que no apoyaría a ninguna selección sudamericana: "Qué bueno que Australia eliminó a Perú", dijo para empezar, con aire satisfecho. "Y ojalá le vaya mal a Ecuador", deseó. "¿Argentina? No, esos nos tienen mala. ¿Por qué apoyarlos? ¡Son muy agrandados! ¡Son muy cachetones!", reflexionó con entusiasmo. A Uruguay y Brasil no les deseó mal, pero tampoco bien. Su equipo va a ser Alemania. "Mi bisabuela era alemana", aseveró. "De hecho, de chiquitito yo no era como soy ahora, era ruciesito, ¡bien ruciesito!", contó con orgullo. Me fue imposible en ese momento no sonreír y recordar que yo mismo he apoyado antes a Italia que alguna selección sudamericana, y de italiano lo único que tengo es el churrasco italiano y la pizza. Aunque puedo decir con tranquilidad que mi apoyo se relaciona más por el color de la camiseta (nada más lindo que el azul) que por el color de pelo que tuve cuando chico.
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Este será un Mundial extraño, y no solo por la sede, lo que ha rodeado al evento, o la fecha en que se juega, sino también por la ausencia de efervescencia que ha tenido en el país durante este tiempo previo. Sin duda es la no presencia de la Roja, pero también es la vuelta a la normalidad luego del sueño roto y ese impulso que devino en éxito, luego en vanidad, y finalmente en decepción. Estamos cursando ese momento. Mientras, de reojo, miramos a todos los protagonistas de la fiesta, no sin envidia. Igualmente, estoy seguro que de un modo u otro nos sumaremos, aunque sea desde la galería. Algunos desdichados porque el fútbol nos revela una presencia sentimental a través del tiempo y del contacto; habrá otros desdichados que se acerquen porque vean en el Mundial esa nota inútil, esa portada diluida que presume ser el centro de todo; y también habrá desdichados que se sumen incluso para celebrar alguna derrota.