Este artículo es parte de El primer civil de la dictadura, proyecto multimedia de Revista Anfibia y la Universidad Alberto Hurtado en conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado. Visita la cobertura completa aquí.
Como “el más grave de los problemas”. Así evaluaba Álvaro Puga, a comienzos de mayo de 1983, la situación de las comunicaciones gubernamentales ad portas de cumplirse la primera década de la dictadura de Pinochet. La economía se caía a pedazos y el rechazo al régimen por parte de la ciudadanía empezaba a tornarse inmanejable, pero en sus informes secretos siempre volvía a las fallas en las comunicaciones como las grandes responsables de la debilidad del gobierno. Lo anterior resulta paradójico considerando el limitado espacio que existía para las críticas, con los medios controlados mediante la censura y persecución de periodistas opositores, e incluso con el gobierno pagándole a reporteros de diarios oficialistas para influir en la cobertura, según reconoce el propio Puga en otro de sus informes de ese año.
Su obsesión por las comunicaciones se puede explicar, por una parte, por el papel que tuvo como director de la oficina de Asuntos Públicos en los setenta, y por otra, por la disputa de poder con los gremialistas, que en aquellos años tenían una fuerte presencia en la División Nacional de Comunicación Social (Dinacos) y gozaban de buena llegada con la prensa. Los dueños de El Mercurio y La Tercera en esa época, Agustín Edwards Eastman y Germán Picó Cañas, respectivamente, fueron blanco de críticas de Puga, para quien hasta la cobertura ultra oficialista de aquellos periódicos era insuficiente, más aún con la dependencia económica que ambos conglomerados tenían del régimen.
Pese a las restricciones a la prensa opositora y a que La Tercera y El Mercurio eran diarios derechamente oficialistas, Puga criticaba su cobertura política y cuestionaba su lealtad con el régimen.
“Las posiciones anteriores (acercamientos con la oposición) extrañan mucho porque el Gobierno posee prácticamente la propiedad de ambas empresas periodísticas a través de los créditos que se les han entregado por intermedio del Banco del Estado”, escribía en agosto de 1983. Agregaba que para contrarrestar la actitud contraria al gobierno que a su juicio crecía en los directorios de ambos medios, habían recurrido a “la contratación de los servicios de muchos periodistas de esos diarios” pero le parecía “hasta un poco ridículo el estar a disposición de sus estados de ánimo, que un día pueden estar a favor del Gobierno y otro no”.
Los documentos relativos a las comunicaciones y la prensa se inscriben en un período en que Puga estaba vinculado a la Central Nacional de Informaciones, CNI, cuyo decreto ley de creación le asignó al organismo la tarea de “reunir y procesar todas las informaciones a nivel nacional, provenientes de los diferentes campos de acción, que el Supremo Gobierno requiera para la formulación de políticas, planes, programas”. En ese entendido, además de acciones represivas, la CNI, por medio de agentes o asesores externos como Álvaro Puga, estaba ocupada de vigilar el trabajo de la prensa tanto de la oposición como del gobierno. Pero como se aprecia en los informes de su autoría, también tenía el propósito de influir en todos los ámbitos posibles, desde las comunicaciones del gobierno a la pauta de medios oficialistas, sobre los que pretendía influencia y control.
A fin de cuentas, como queda en evidencia en los documentos de la primera mitad de los años ochenta, se consideraba un experto en propaganda, comunicaciones y las que llamaba campañas psicológicas y subliminales.
EL DIARIO DE AGUSTÍN EN LA MIRA
Puga no tenía experiencia en comunicaciones antes del golpe, más allá de su rol como columnista y comentarista opositor de la UP, pero luego de que Pinochet lo pusiera a cargo de la oficina de Asuntos Públicos, la prensa y la censura habían sido parte de su trabajo cotidiano. Pocos días después del 11 de septiembre de 1973 tuvo su primera reunión con directores de medios en el edificio Diego Portales. “Todos saben que estamos en una situación difícil. Es responsabilidad de todos que los asuntos marchen mejor. El enemigo aún está latente”, le dijo a una audiencia que incluía al cura Raúl Hasbún, director ejecutivo de Canal 13, y Arturo Fontaine, subdirector de El Mercurio, según se relata en el libro El diario de Agustín (Lom, 2009), editado por Claudia Lagos.
El Mercurio se había endeudado en los tiempos de la “plata dulce” y para 1983 su situación financiera era crítica. Su principal acreedor era el Banco del Estado y Puga veía con buenos ojos que el gobierno tomara el control del diario.
En una entrevista con los autores de esa investigación, Puga le bajó el perfil a la censura ejercida sobre la prensa, pues según él bastaba el compromiso de los pocos medios autorizados a circular después del 73 y que se basaba en la autocensura. Su rol en la Operación Colombo, en la que se encargó de que el montaje para cubrir la desaparición de opositores llegara a la portada de los principales diarios, muestra que la difusión de las mentiras del gobierno también estaba entre sus atribuciones en la oficina de Asuntos Públicos. A partir de 1976 la relación con la prensa quedó en manos a Dinacos, pero en sus informes queda claro que Puga nunca dejó de monitorear la cobertura de los medios y a menudo acusaba que no estaban ejerciendo esa autocensura como correspondía, tal como ocurrió en 1983 con El Mercurio.
Es cierto que el año anterior El Mercurio había tenido roces con el gobierno debido a algunos editoriales críticos, cuestión que terminó con el despido de Arturo Fontaine Aldunate, su director, en mayo de 1982. Según un testimonio recogido por el periodista estadounidense Ken Dermota en su libro Chile Inédito, el periodismo bajo democracia (Ediciones B, 2002), su salida fue humillante, pues Edwards lo despidió “como un sirviente”. Sorpresivamente, el propio Edwards decidió asumir la dirección del diario, un cambio editorial que ratificó su apoyo irrestricto a la dictadura.
Como para que no quedaran dudas, El Mercurio comenzó a contratar a importantes ex funcionarios del régimen, como Jovino Novoa, hasta entonces subsecretario general de Gobierno, y al general de la Fuerza Aérea Enrique Montero Marx, ministro del Interior hasta agosto de 1983. El ex ministro de Hacienda Sergio de Castro era su asesor económico. “Agustín Edwards se llevó una parte del Gobierno al diario”, grafica un funcionario de la época en la biografía de Edwards escrita por el periodista Víctor Herrero (Debate, 2014). Para fines de 1983, gremialistas y Chicago Boys habían perdido poder en el gobierno pero lo había aumentado en el diario, lo que sin duda acrecentaba la molestia de Puga.
Edwards, que había recibido dinero de la CIA para apoyar su cobertura golpista durante el gobierno de Allende, era un entusiasta partidario de la dictadura de Pinochet. No necesitaba presiones para no informar sobre la represión o los detenidos desaparecidos. Sin embargo, como lo deja entrever Dermota en su relato, los cambios que realizó en el diario a partir de 1982 no se debieron exclusivamente a razones políticas. La empresa El Mercurio, que incluía al diario del mismo nombre, La Segunda y Las Últimas Noticias, estaba virtualmente quebrada y para sobrevivir requería del rescate del régimen.
A Álvaro Puga le molestaba particularmente que pese a esa dependencia, el trabajo de Edwards en El Mercurio no estuviera a la altura de lo que según él el gobierno necesitaba. Entre abril y mayo de 1983 escribió al menos tres memorándums en que trata este asunto, describiendo un escenario económico dramático para el diario. En el primer memo informa que Edwards viajó a Washington con dirigentes del Partido Nacional para reunirse con personeros del Departamento de Estado. “Nuevamente recurre a las mismas fuentes que lo financiaron trece años atrás (CIA)”, escribe Puga, pues según él perdía US$1 millón diario. Originalmente la deuda era con el banco BICE, pero ante el riesgo de no poder pagar y que el periódico quedara en manos del grupo Matte, se endeudó con el Banco del Estado, al que ya debía US$53 millones. Según Puga, en Estados Unidos le habían concedido un “crédito” o “aporte” que le permitiría pagar la mitad de ese monto.
Tres semanas más tarde, un nuevo memo señalaba que las pérdidas en realidad eran de US$1,5 millones mensuales y, según Puga, ante el “inminente desastre” del diario, Edwards se estaba preparando para salir del país. “Esa empresa caería en manos del Banco del Estado en el mediano plazo. Por ello, extraña sobremanera que sus editoriales; sus columnistas y más directamente La Segunda y Las Últimas Noticias, se hayan convertido en opositores decididos del gobierno”, cuestionaba Puga.
Pero sus reportes son contradictorios. Diez días después un tercer memorándum desmiente lo afirmado en el primero: “El señor Agustín Edwards trató infructuosamente de ser recibido por el Departamento de Estado para solicitar un subsidio para su diario en nombre de "la libertad de prensa", cosa que al parecer poco le importa a los americanos respecto al señor Edwards, de quien no tienen una buena impresión”. Añade que el empresario habría sacado US$25 millones del país y que es imposible que le pague al Banco del Estado, “por lo que bastaría un simple empujón para que esa empresa cayera en manos del gobierno”. Una postdata agrega que Edwards estaría consiguiendo dinero con una multinacional en la que tenía intereses y quizás repatriaría el dinero que había sacado del país.
El dueño de El Mercurio, Agustín Edwards, fue objeto de varios informes redactados por Álvaro Puga. Estaba atento a los problemas económicos del diario y transmitía información sobre los intentos de Edwards por conseguir fondos en Estados Unidos.
Pese a las contradicciones entre los distintos memos, el asesor de la CNI apuntaba correctamente a la situación financiera de El Mercurio. Como muchos empresarios de la época, Edwards se había endeudado en dólares cuando la divisa estaba anclada a $39, pero la devaluación de 1982 había multiplicado el crédito. En su libro sobre la prensa chilena, Dermota asegura que tras la devaluación la empresa maquilló su contabilidad. En diciembre de 1984 la revista APSI publicó que la deuda de El Mercurio con el Banco del Estado ascendía a US$67 millones y que la entidad financiera tenía en prenda el 51% de las acciones del diario. Mientras Puga parecía ver como deseable que el gobierno tomara el control de la empresa periodística —o al menos que eso fuera una amenaza latente—, para APSI, una revista de oposición, esa alternativa era altamente preocupante. Denunciaba que tras la renegociación de la deuda, se había producido una “razzia” de periodistas por motivos políticos.
Las relaciones de El Mercurio con el régimen se mantuvieron en buenos términos y el gobierno nunca tomó el control del diario, pero en 1989, al terminar la dictadura, la empresa seguía arrastrando una millonaria deuda con el Banco del Estado. Para fortuna de Agustín Edwards, el presidente de la entidad financiera era Álvaro Bardón, histórico editorialista de su medio. En sus últimos días en el cargo, Bardón se apresuró en dejar limpios los papeles del diario, realizando una serie de cuestionadas operaciones que evitaron que el nuevo gobierno democrático pudiera cobrar las deudas, permutándolas con créditos de bancos privados y logrando increíbles acuerdos, como la compra de espacios publicitarios por 10 años. “Si no, la izquierda habría tenido un monopolio sobre la prensa”, reconoció Bardón en una entrevista con Ken Dermota. “Actuaron como si estuvieran viniendo los comunistas”, replicó Andrés Sanfuentes, sucesor de Bardon en el Banco del Estado.
Sanfuentes rápidamente detectó las operaciones irregulares y presentó una querella contra Bardón. Aunque en un comienzo estuvo preso, la Corte Suprema intervino y decretó el cierre de la causa. Todo quedó en nada.
INCONDICIONALES A LA CNI
Tal como lo hizo con El Mercurio, Álvaro Bardón se encargó de salvar de las deudas con el Banco del Estado al Consorcio Periodístico de Chile S.A., Copesa, el holding dueño de La Tercera y La Cuarta, entre otros medios impresos. En los últimos años de la dictadura el grupo periodístico ya era controlado por Álvaro Saieh y sus socios, pero el grave endeudamiento se arrastraba desde comienzos de los años 80, cuando aún estaba en manos de la familia Picó Cañas.
A diferencia de El Mercurio, con el que según Dermota se firmó un acuerdo que garantizaba el control editorial de Agustín Edwards, en el caso de La Tercera la inyección de capital implicó que “los censores de Pinochet supervisarían de allí en adelante todas las decisiones importantes que se tomaran en el diario”.
Pero antes de esa intervención, La Tercera era parte de los medios a los que Puga enrostraba su falta de lealtad con el régimen. En particular le molestaba el rol del hijo del fundador del diario, Germán Picó Domínguez, por la supuesta cercanía que demostró con Andrés Zaldívar, cuando en abril de 1983 el entonces presidente de la Internacional Demócrata Cristiana fue autorizado a regresar una semana desde el exilio por razones humanitarias. “Preocupa mucho este acercamiento, porque hemos presenciado en el último tiempo actos muy negativos en esa empresa”, escribía Puga. Cinco meses más tarde, su molestia se agudizó, pues aseguraba que Picó Domínguez estaba siendo sondeado como posible sucesor de Pinochet, en caso de que la oposición lograra ingresar al gobierno.
En cuanto al padre, Germán Picó Cañas, Puga estaba empecinado en que se acercara a la policía política, a la que él rendía cuentas. “Germán Picó padre tiene una aversión por la CNI que raya en la paranoia y por ello creo muy importante que el General Director (Humberto Gordon) tenga un encuentro con él de tipo social aparente, porque la mayor queja que siempre le escucho es que no lo conoce y no tiene la menor idea de lo que piensa. Esto debiera hacerse independientemente de Alberto, porque él es un hombre totalmente nuestro, incondicional, y necesita un refuerzo en la actitud del principal de la empresa”, hacía saber Puga en un memo de diciembre de 1983.
Alberto era Alberto Guerrero, entonces director de La Tercera, de quien Puga era cercano. De hecho, este último tenía una columna semanal en ese diario, en la que procuraba incidir en la agenda nacional. Unos meses antes, en uno de sus memorandos dirigidos a la CNI, Puga había escrito que los Picó Cañas no querían a Guerrero y que probablemente lo cambiarían porque esperaban que la DC interviniera el gobierno. Como el director del diario era uno de los suyos, un leal a la CNI, Puga buscaba alinear a los dueños con su postura afín a la policía política.
En la recta final de la dictadura, el presidente del Banco del Estado, Álvaro Bardón, se encargó de alivianar la deuda de los diarios del duopolio y de traspasar parte de ésta a bancos privados mediante mecanismos cuestionados.
Existe otro testimonio del vínculo entre Guerrero y la CNI. En un artículo publicado por el periodista Jorge Escalante en 2008 en La Nación, se relata que horas antes de que en 1987 se ejecutara la Operación Albania, en que la CNI acribilló a 12 frentistas en falsos enfrentamientos, Guerrero asistió a una cena en la casa del agente Álvaro Corbalán, quien dirigió el operativo. Su nombre quedó registrado en la hoja de guardia de la CNI, junto al músico Willy Bascuñán, el asesor del régimen Manfredo Mayol y otra veintena de personas, según un expediente citado por Escalante.
En 2006, Guerrero declaró en la investigación que realizó el Colegio de Periodistas sobre la Operación Colombo, en que se buscaba determinar las responsabilidades en la difusión de información falsa para encubrir el asesinato de 119 opositores a Pinochet (ver reportaje). El sumario determinó que fue Álvaro Puga quien entregó la información que derivó en titulares como “Exterminados como ratones” (La Segunda) y “El MIR asesina a 60 de sus hombres en el exterior” (La Tercera). A la vez, dicho proceso terminó con la suspensión de la colegiatura de Guerrero y una censura pública, por difusión de información falsa. Al tomarle declaración le preguntaron directamente por su asistencia a la cena en casa de Corbalán. Al principio dijo que era falso, pero luego, cuando le detallaron que era una comida con más personas, simplemente respondió “Ah, ya”.
En esa ocasión también le consultaron si es que Puga lo llamaba por teléfono mientras era director de La Tercera. “Álvaro Puga no recuerdo que me hubiera llamado”, respondió Guerrero. Su afirmación es poco creíble, pues Puga lo consideraba “un gran amigo” —según le dijo al periodista Juan Cristóbal Peña en una serie de entrevistas— y a comienzos de la dictadura su labor incluía interactuar con directores de medios y era, como se dijo, columnista estable de La Tercera.
Aunque no venía del mundo del periodismo, mucho antes de la dictadura Puga se codeaba socialmente con profesionales de la prensa y en particular con directores de medios. Compartía con ellos en el llamado Club de los Viernes, que a fines de los años sesenta comenzó a reunirse en el Club de la Unión. Entre los asistentes estaban los directores de todos los diarios nacionales autorizados a circular a comienzos de la dictadura: Mario Carneyro, de La Segunda; Arturo Fontaine, de El Mercurio; Fernando Díaz Palma, de Las Últimas Noticias; y Alberto Guerrero, de La Tercera. Salvo Fontaine, quien en 1975 aún no asumía en ese cargo, todo el resto fue cuestionado en la investigación del Colegio de Periodistas por su rol en el montaje de la Operación Colombo.
En cuanto a Puga, el fallo del Colegio de Periodistas no lo sancionó, porque no era periodista, pero fue lapidario respecto a su rol: “Se debe dejar constancia de la perniciosa actuación del entonces funcionario del Gobierno militar, Álvaro Puga, en la manipulación, amedrentamiento, censura y persecución de periodistas y medios”.
EL ESTADO MAYOR DE LAS COMUNICACIONES
La obsesión de Puga con la prensa se explica también porque durante 1983 había estado trabajando un plan comunicacional que le había encargado Pinochet. Hace referencia a ese trabajo en distintos informes, al tiempo que critica la gestión del aparato comunicacional de Dinacos, dominado por el gremialismo, y que en esa época fue dirigida por dos ingenieros agrónomos, Ignacio Astete y Osvaldo Rivera. “Estamos ciertos que nadie le daría a un dentista la misión de construir una casa, pero sí se le entrega a un agrónomo la conducción de las informaciones y las comunicaciones de todo un país. ¿Cómo se explica esto racionalmente? Creyendo, como creen algunos, que las comunicaciones son igual que hacer adobes, precepto que ha llevado a muchos gobiernos al desastre y a la ruina total”, escribía en junio de 1983.
Puga, quien tampoco tenía formación en comunicaciones ni en nada en particular, pues era autodidacta, se sentía sin embargo muy orgulloso de su plan comunicacional, que a su juicio podía enmendar el rumbo del gobierno. El informe le fue entregado a Pinochet en septiembre del 83. Aunque el documento mismo no se conoce, en sus memos va deslizando sugerencias. Propone, por ejemplo, un aparato comunicacional fuera de la Secretaría General de Gobierno e incluso la disolución de Dinacos. Mimetizándose con el lenguaje castrense de la dictadura, sugiere crear un “estado mayor” de las comunicaciones, que dependiera directamente de Pinochet, para así evitar la burocracia.
Y aunque nunca se ofrece directamente para dirigir esta nueva unidad, sí saca a relucir su eficacia en la organización de las celebraciones del aniversario del golpe (ver reportaje), fórmula que a su juicio debe operar de manera permanente y para lo que pone a disposición a su gente.
En informes posteriores insiste en una respuesta a su plan, pero todo indica que nunca fue tomado en cuenta. En el intertanto, seguía mezclando la entrega de análisis e informes con algunos intentos de incidir en la cobertura de la prensa.
El más claro tuvo lugar en junio de 1983, como se refleja en un memo sobre las protestas, que se habían iniciado un mes antes. En un párrafo confuso, habla de lo que se dijo en el extranjero sobre un llamado a paro que a su juicio demostraba la “manipulación que hace el marxismo sobre los medios de comunicación”. Para contrarrestarlo, anuncia que estaba intentando que la revista Cosas publicara un artículo "para que la gente comprenda, en la clase media y alta, que ha sido objeto de manejos externos”.
No fue posible encontrar un artículo como el que describe en la revisión de las ediciones siguientes de revista Cosas, pero probablemente lo intentó. La revisión de su archivo evidencia que mantenía una buena relación con ese medio, que solo días antes había dedicado tres páginas a entrevistarlo. Ahí también habla de que “no hay paro”, en referencia a que las protestas se salen de lo que él considera los cánones lógicos de un paro y más bien deberían llamarse “el día del lumpen”. En línea con el mencionado memorándum, cuestiona que las agencias internacionales hubieran informado que la protesta de junio había sido un éxito y que se asuma que la gente apoya las manifestaciones contra el gobierno. “Aquí no hay ninguna huelga ni paro. Están jugando al juego de prende y apaga la luz. ¿Y si el gobierno mañana decide apagarle la luz a todo el país?”, advierte, y luego continúa con el tono amenazante ya esbozado en el titular, en que pide mano dura: “¿Y si tienen miedo a la represalia, para qué juegan con fuego?”.
En la entrevista ni siquiera se indica quién es Álvaro Puga, como si fuera una persona que no requiere presentación. Apenas niega ser un “asesor permanente” de Pinochet y se define como “una persona que trata de colaborar con él”, para dar paso a sus disparos contra el marxismo. Pocos meses antes ya lo había entrevistado en la misma revista la periodista Elizabeth Subercaseaux, quien escribe que cada vez que hay un cambio de gabinete y se especula que va a ser más duro, Puga suena para todos los cargos.
Puga tenía la esperanza de tomar control sobre el aparato de comunicaciones del régimen. Para ello diseñó un plan que incluía un “estado mayor” comunicacional, que dependiera directamente de Pinochet.
Por su parte, el asesor de la CNI valora la cercanía política de la revista Cosas con el gobierno. En un memo en que analiza y critica dos entrevistas al comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei, califica de buena “en su mayor parte” la publicada por Cosas, a diferencia de la que dio a El Mercurio. Según él, esto se debe a los distintos perfiles de las entrevistadoras. “Mientras que Mónica Comandari (directora de Cosas) es una persona pro Gobierno y trata más que nada de paliar situaciones, Raquel Correa es acérrima enemiga del Régimen Militar y tiene una fuerte personalidad que parece predominar sobre el carácter del entrevistado, quien al parecer bajo esa influencia muestra mucho más de lo que mostró en Cosas", escribe Puga en un memo de 1984.
Raquel Correa había trabajado en Cosas en su primera etapa. Fundada en 1976 por Comandari y la periodista Verónica López, la revista estaba inspirada en la francesa Paris Match y se caracterizaba por mezclar entrevistas de actualidad política con portadas sobre la realeza y el jet set europeo. López, que dejó el medio en 1981, recuerda que además de Correa había otras entrevistadoras destacadas, como Elizabeth Subercaseaux o Malú Sierra, que claramente no eran afines al régimen. “Nos metimos siempre en las patas de los caballos pero con cuidado y tratando de mezclar eso con algún grado de frivolidad, y reconociendo yo hidalgamente que no se atrevieron a cerrar la revista Cosas fundamentalmente por la Mónica (Comandari)”, dice Verónica López.
“Hacíamos mucha vida social también con los militares. Yo creo que para ellos cerrar y multar a la (revista) Análisis era muy distinto que cerrar y multar a la revista Cosas. Había un sentido de ridículo ahí que ellos se frenaron y no molestaron”, agrega.
Verónica López recuerda que hacia fines de la dictadura, después de dos años sin recibir permiso del gobierno para lanzar su revista Caras, se reunió con Humberto Gordon para intentar destrabar la autorización. El general sacó entonces una enorme carpeta de un cajón con los antecedentes de la periodista. “Bueno, es que nosotros sabemos que usted era la persona encargada de la actualidad en la revista Cosas y usted se encargó de entrevistar a don Andrés Zaldívar”, le respondió Gordon. Eso bastaba para bloquear su nuevo proyecto. La CNI vigilaba a todos los medios, perseguía periodistas y en la práctica mantenía a raya la libertad de expresión, ya limitada por la censura de Dinacos. Cosas se salvó de la represión, pero no de la vigilancia. Los archivos secretos de Álvaro Puga dan cuenta de que él era una pieza clave de ese sistema.