Crónica

El reality más visto de internet


Secreto en la cabaña. Secreto en el lago. ¿Cuál es el secreto de Diego González?

Nadie se atreve a comentar el programa que más atención capta en internet. Simón Soto lo hace. El escritor y guionista se sumerge en la mente de su creador, Diego González, nacido en las entrañas del capitalismo tardío chileno y maestro de ceremonias que tuerce la realidad hasta el asco.

No está en los canales de televisión abierta, no está en el cable, tampoco en alguna plataforma de streaming. Secreto en la cabaña, con sus dos temporadas, y su spin-off, Secreto en el lago, es un reality realizado fuera de los sistemas habituales del mercado audiovisual. Y sus capítulos, a ratos difíciles de seguir, convocan a más de un millón de personas.

El cerebro de estos productos es Diego González, periodista que no solo tiene a su haber dichos programas; en su canal de YouTube se accede al registro de su cumpleaños 28, a un día de piscina con René Puente (ya explicaré quién es René Puente) y al capítulo de su participación como invitado en La Junta, el “late” privado de Julio César Rodríguez, entre otros registros. 

Sus espectadores visualizan estos productos en YouTube y también en Arsmate, plataforma de venta de contenido digital que ha sido popularizada gracias a videos de desnudos y pornografía. Allí Diego González también posee una cuenta, donde exhibe registro audiovisual con la participación de colaboradores habituales suyos y emergentes actrices chilenas del género. 

Redactado de esta manera, lo descrito parece una anécdota sobre un emprendedor que sube a internet material amateur, inspirado en grandes formatos clásicos: realitys, misceláneo, porno soft y hard.

No, hay que aclarar de inmediato que no es así. No es la aspiración de González asemejarse a las formas hegemónicas que ha impuesto y agotado la televisión chilena. Su búsqueda es otra y no tiene relación con la ambición estética ni con la idealización de hacer un producto que supere los estándares (aunque sí consigue todo lo anterior). 

Diego González no remeda el contenido de la televisión chilena porque simplemente esta industria experimenta sus estertores finales. Ya no hay proyectos a largo plazo ni un sistema de producción que pueda asegurar continuidad, y los únicos que quedan en pie en los desvencijados edificios de los canales, con sus sueldos de ocho cifras, son los ejecutivos y directivos, curiosamente los mismos que arruinaron el modelo a punta de temor, ignorancia y codicia. No queda nada que imitar.

Diego González no está jugando, su objetivo es rentabilizar sus productos audiovisuales. Las imágenes que realiza, el relato que genera, están hechos con los materiales que mejor conoce y que tiene a mano. 

González creció escuchando reguetón y su imaginario fue nutrido por los signos constitutivos del género. Es lo que le revela a Julio César Rodríguez en La Junta: estos cantantes lo formaron y predispusieron en términos espirituales hacia el mundo. 

Pero nuestro realizador tuvo la perspicacia de no encarnar los idearios de la música urbana, sino de vivir en sincronía con ellos como un observador, buscando una manera de trascender el fanatismo (el peor de los males) para relatar lo que siente y lo que ve. “Lo espontáneo no es forzosamente auténtico”, anota Roland Barthes en el prefacio a sus Ensayos críticos, y me parece que esta idea permite aventurar cómo González piensa y produce su diverso contenido.

En las temporadas y proyectos derivados de Secreto en la cabaña, Diego González echa mano de su entorno: cantantes de Trap, influencers, actrices porno, desarrolladores de contenido para redes sociales. Todos han crecido al margen de los medios y sistemas de comunicación habituales. 

A ninguno de ellos le han abierto las puertas de Canal 13 o Mega, o si lo han hecho es en general para cumplir la cuota social de representación que el mercado exige, y para usarlos como personajes excepcionales gracias a sus diferencias: físicas, cognitivas, de carácter (y en este punto, en general el carácter está relacionado de forma directa al origen socioeconómico). Para no andar con eufemismos, la clase proletaria viene a cumplir el papel del bufón. 

En la producción audiovisual de Diego González, estos seres atípicos para la hegemonía mercantil, representan el corpus completo. Componen el elenco total de los realitys y del resto de los programas que González exhibe a través de sus cuentas en distintas redes. Todos o la mayoría comparte con el realizador el origen y los referentes socioculturales. 

Su percepción del mundo está delimitada por la música urbana, por los tatuajes, por joyas, por vehículos de alta gama intervenidos, por ropa y zapatillas de marcas estadounidenses, por la sexualidad explícita y exacerbada. Sus comunas de procedencia son periféricas y sus costumbres y modos de hablar expresan este origen. No es algo que quieran ocultar. No necesitan enterrarlo. Mujeres y hombres graban pornografía y promocionan su trabajo a rostro descubierto. No representa un tabú, es un oficio que se hace gracias al deseo de mostrar, también por placer, siempre para obtener una justa retribución económica. 

Pareciera que ya no hay una voz invisible que les exige mutar sus costumbres, como ocurría en la década del noventa del siglo pasado o en la primera de dos mil. 

Por aquellos años, veíamos a las gemelas Campos o a Titi Ahubert en el disfraz de novias de ocasión de futbolistas o del rostro masculino del momento. Eran invitadas a los estelares bajo la superficie de sonrisas, brillo y escotes. 

Baste recordar a Carla Ochoa, menor de edad en la época, que se paseaba  del brazo del Negro Piñera (quien ya se acercaba  cincuentena) por cuanto show nocturno ofrecía la pantalla. Pero eso no solo ya no es así, sino que experimentamos su revés. 

Al presentarse en la segunda temporada de Secreto en la cabaña, Mami Dolce y Suicidora se definían frente al espectador como creadoras de contenido sexual, y en el caso de la primera, además como escort. A poco andar, sus aficiones y ocupaciones pasaban a formar parte de la cotidianidad, se asumían y se incorporaban al tono del relato y a la trama misma. Ya no hay nada subterráneo en la explotación del erotismo. El cuerpo y los hábitos carnales no se perciben como abominaciones, no se quieren esconder. 

La incorporación de las jóvenes creadores de contenido sexual no es el único mundo “proscrito” que utiliza Diego González en su producción. 

Klaus Kinski  Joe Pesci

Si —usando una comparación excesiva, pero no desajustada— González es Werner Herzog, entonces René Puente es su Klaus Kinski. Conocido como Loco René o Tío Rene, proviene de la población José María Caro, Puente es analfabeto y, según él mismo ha asegurado, no terminó la enseñanza básica (en este punto hay versiones encontradas: tercero básico, quinto básico como posibles últimos cursos). Padece alguna clase de trastorno o deficiencia cognitiva, y se hizo conocido gracias a sus videos en Tik Tok e Instagram. Su influencia ha llegado hasta la literatura: es personaje protagónico y narrador de la novela Pasta Láser, del poeta Juan Carreño. 

Diego González ya había filmado material con Tío Rene, pero la obra magna de ambos es Secreto en el lago, donde el influencer ingresa como participante, y su comportamiento será, a medida que los capítulos avancen, el centro del conflicto. Tras grabar el reality en el lago Rapel, la dupla filmó un video pornográfico protagonizado por René junto a 4 actrices, una de ellas Suicidora. 

Puente, por supuesto, no es el único que ha logrado crear sincronía con Diego. Es imposible pensar en su contenido virtual sin Carlitos Vera, otro colaborador importante. Siguiendo con los símiles cinematográficos, si ahora pensáramos a Diego González como Martin Scorsese y a René Puente como Robert De Niro, Vera vendría a ser Joe Pesci, ese tercer miembro del equipo creativo que alivia o tensiona, dependiendo de lo que exija en ese momento determinado la narración. Quijote y Sancho tercermundistas, disociados y limítrofes, René Puente y Carlitos Vera se mueven bajo el pulso que determina la prosa audiovisual de ese Cervantes postcapitalista llamado Diego González. 

Es evidente que no necesitan llegar a la pantalla abierta. En parte porque la muerte de la televisión chilena convencional es una tragedia que estamos siguiendo en directo desde hace algunos años, tal vez diez o más. Pero, por sobre todo, porque nuestra televisión como proyecto cultural ya ha sido subvertida. 

Diego González, como hace cien años James Joyce, rompe los límites que él mismo previamente ha impuesto. Los espectadores son llevados a puntos críticos, a tensiones y exhibiciones que se tornan cada vez más difíciles de tolerar y seguir. En este sentido, González como realizador ha superado y destruido gran parte de las máximas que intentó la izquierda progresista. Todo es expuesto, reivindicado por su inclusión en la historia y de inmediato aniquilado. Todo sirve para los fines dramáticos del relato. 

Como expresa el escritor francés Michel Houellebecq en una entrevista en torno a la publicación de su novela Plataforma: “No había entendido que el respeto por las identidades se hubiera vuelto tan intenso. El respeto se ha vuelto obligatorio, incluso para las culturas más inmorales e idiotas.” Diego González entiende el respeto a través de la incorporación de toda categoría de sujetos. No hay distingos de raza, credo, sexo, clase ni capacidades cognitivas ni intelectuales. Todos entran en el juego narrativo, todos son exaltados o vilipendiados. 

Es una forma de entender la inclusión excesivamente generosa, porque permite que los individuos experimenten el arco completo de emociones, sensaciones y vivencias igualándolos, sin ejercer el paternalismo utilitario que tan caro es al progresismo. El artista que manipula con intuición y sensibilidad a sus personajes, al igual que el eximio titiritero interpretado por John Cusack en Being John Malkovich, el filme escrito por Charlie Kaufman y dirigido por Spike Jonze.

Esta idea, la de Diego González como director de orquesta de un show anormal y demente, me hace pensar en la imagen de Orson Welles como creador omnipotente en F for Fake, la obra maestra de 1973 donde el actor y director estadounidense, investido con capa y sombrero negro, muestra el arte de la falsificación como una categoría suprema de la prestidigitación. 

Diego González es un mago del audiovisual nacido en las entrañas del capitalismo tardío chileno. Un maestro de ceremonias que tuerce la realidad hasta el asco para provocar ilusión en sus espectadores.

Y sus espectadores somos nosotros.