Chile participa del fenómeno global de la música urbana. Es la cuna y escenario del movimiento local –con alcance mundial– más relevante de la historia reciente. Desde el Canto Nuevo (UP), pasando por el rock de los 80’s de Los Prisioneros (en dictadura), su herencia en bandas como Los Tres, Los Bunkers y La Ley (en Post-dictadura), que no vivíamos un movimiento cultural tan sostenible, autosuficiente y en permanente innovación como el que hoy presenciamos. Otra cosa es que sea del agrado de las escenas precedentes.
Hace unas semanas, una columna del sociólogo Alberto Mayol, académico y primer presidenciable del Frente Amplio (coalición política que hoy está en el poder) hizo saltar la pauta noticiosa local e internacional. Demostró la fuerza que adquiere un teclado ávido de relevancia y moralismo al apuntar a la estrella más relevante de los corridos tumbados del momento: Peso Pluma.
Según el comentarista político, la presentación de La doble P en el festival de Viña del Mar sería una contradicción política al, por un lado “promover la narcocultura” y por otro, estar televisado el canal público, TVN, e involucrar recursos y bienes públicos; lo que terminaría por vulnerar el pacto social mínimo al destinar fondos para dar carta de ciudadanía a la narcocultura.
Lo que implica tremendo delay respecto a la aparición de la narcocultura en Chile y cierta miopía cultural respecto al ya descompuesto tejido social. Es más –y es importante evidenciarlo, porque su sofismo es sensacional–, haciendo la comparación, entre la pedofilia y la narcocultura, Mayol intenta simplificar y hacer encajar una expresión cultural y forma de vida como si ésta fuese –per sé– un delito. Nos dice que el mexicano tendría una deuda (¿con la humanidad?) al promover una cultura que tiene de rodillas a países, al simbolizar “su trabajo, su riesgo, sus pistolas, su sueño de grandeza de dinero y las penas del crimen organizado (los narcotraficantes y sus secuaces, narcoinfluencers y toda clase de seres despreciables)”.
¿Quiénes serían estos seres despreciables? Los niños, adolescentes y jóvenes pobres de la pobla, aquellos que han encontrado en las redes sociales y en la violencia del narco la única posibilidad de hacerle frente a otras violencias: la económica y social que azota la región. No obstante, despreciable es un adjetivo que también le calza a Mayol, cuando se encumbra en la doble moral de una generación política que utiliza las mismas estructuras piramidales del narco y sus estratagemas favoritas: la impunidad y la corrupción.
Las juventudes latinoamericanas (no) soportan esta vida sin futuro, sin narrativas vitales ni asideros, al son de las bocinas y el perreo. Música urbana que representa social, cultural, estética y políticamente a quienes no tienen voz en las políticas públicas, a quienes crecen estigmatizados viendo cómo no hay oportunidades. Ritmos y líricas que amparan ante la imposibilidad de salir de dónde están, de ir más allá de la necesidad, la explotación y/o del narcotráfico.
Hablamos de un movimiento musical que tiene memoria –que recupera artistas y canciones relegadas al underground–, que posee estructura colectiva y un futuro brillante, en cuanto resguarda el núcleo de la experiencia callejera. Al respecto, podemos decir que la música urbana chilena se alimenta de géneros como el reggaetón, el trap, el mambo, el dancehall y también del corrido tumbado, entre otros. Concibiendo un sonido e impronta propia, que dialoga sin intermediarios con artistas de otras latitudes como Puerto Rico, Colombia, México o España.
Los despreciables, por primera vez, son protagonistas de una expresión cultural global, y lo hacen siendo flaites, siendo pobres. De aquellos que, con sus primeras ganancias, compran las (zapatillas) Jordan, los bling bling y una casa propia para la mamá. Por primera vez, en el Chile post dictadura, el arte está siendo representado por los marginales y esto es magnífico para el 90% del país, aunque escandalosamente arriesgado para ese 10% que vive en la comodidad de su clase.
Los artistas urbanos no son ni pretenden ser referentes ni ejemplos a seguir; saben que no tienen que educar a los hijos de nadie, que esa no es su misión. Sino que abrazan sus propias infancias vulnerables promoviendo formas de vidas alternativas al narco, mediante la creación musical, plástica, gráfica y cinematográfica, entre otros.
Se van volviendo “nuevos ricos” que molestan a los “viejos ricos” porque hablan mal, porque opinan, porque –como pueden– elaboran una voz política y avanzan contagiando ciudad tras ciudad del continente. Los cabros de las fiestas de Cachagua –esos que carretearon en pandemia, cuando nadie más podía– también cantan sus canciones; hay algo en esa narrativa narco que les hace sentido, como un rostro familiar.
SOBRE LA CENSURA
El absurdo de las intervenciones públicas han vuelto a Chile un caso de ridículo internacional. Al procurar preocupación y puntos de prensa, los políticos han logrado decirle al mundo cuán poco preparados están. Exagerados, cuáticos, que dan jugo, le dan color, ridículos, clasistas, conservadores… La lista de calificativos sigue ampliándose en las redes sociales que registran este debate desde diferentes latitudes. La pequeñez y clasismo que exuda este debate evidencia lo vasto y peligroso que se ha vuelto el arte y la cultura urbana para quienes ejercen el poder, pues el pueblo / la plebe (como canta Peso Pluma.) comienza a narrar la historia de los tormentos, márgenes y consumos, desarticulando la lógica representativa de la política a micro y macro escala.
En ese contexto, la centro-izquierda se aprovecha del revuelo y de mano de la diputada Joanna Pérez (Demócratas, ex DC) presenta un Proyecto de Ley que busca “prohibir la participación de artistas que promuevan el narcotráfico y otras actividades delictivas en eventos financiados con recursos públicos”.
El mayor argumento para esta censura es que que la música urbana realizaría una “apología a la narcocultura”; como si el registro de la épica poblacional fuese una alabanza o elogio a la narcocultura, cuando –en caso de existir– tales casos no son la regla y no representan, la fuerza del movimiento. Hacer eso, en términos callejeros, sería de pa’o (de pavo, de torpe), no respondería al flow maliante, pues ninguno que se precie de peligroso irá vociferándolo por ahí. Es como si dijéramos que los noticieros promueven la narcocultura por exponer día tras día los funerales-narco, las narco-animitas o los enfrentamientos entre bandas rivales. La difusión informativa no es igual a promoción; la reflexión crítica, tampoco.
Lo que sí hacen los medios es capitalizar las acciones delictivas del crimen organizado. Se tornan máquinas de click bait, alimentándose de “las cuñas”, los paneos intrusos, el llanto seco de quienes viven en medio de las balaceras. La música urbana, por otro lado, narra la vida de quienes viven cercados por esa violencia económica, social, cultural y también narco; y con ello hace política: proponen nuevas formas de sobrevivencia y exhiben lo que los medios y los políticos han decidido abandonar. Y esas historias enceguecen a nuestros gobernadores hasta el punto de buscar denostar y suprimirles.
“Censurarme por ser rapero, es como censurar un pueblo entero” canta Eddie Dee, astro de la vieja escuela puertorriqueña del reggaetón.
Pero –si hacemos memoria– el reggaetón mismo le debe mucho de su éxito y propagación global a la censura que sufrió en el Puerto Rico del 1995, año en que el Escuadrón de Control del Vicio perteneciente a la fuerza policial, aunado con la Guardia Nacional, decidieron confiscar tiendas de música en búsqueda de cassettes de reggaetón debido a sus letras obscenas y a que “promovía el uso de drogas y del crimen”. Acusación que tiene la edad del perreo: 28 años. En Chile 2024, vivimos los años 90’s de Puerto Rico, buscando regular líricas, imágenes y representaciones, intentando moderar el goce musical y corporal. Daddy Yankee, máxima estrella del género urbano, lo recuerda así:
“Muchos trataron de detenernos (...) como pionero que soy, creo que puedo hablar sobre eso, sobre cómo el gobierno trató de pararnos, sobre cómo personas de otros estratos sociales (…) miraban por encima del hombro a los jóvenes de los barrios, subestimándonos y viéndonos como marginados”.
La pequeñez y clasismo que exuda este debate evidencia lo vasto y peligroso que se ha vuelto el arte y la cultura urbana para quienes ejercen el poder, pues el pueblo / la plebe (como canta Peso Pluma.) comienza a narrar la historia de los tormentos, márgenes y consumos, desarticulando la lógica representativa de la política a micro y macro escala.
Como si la historia del género urbano se repitiese, la música urbana chilena y sus creadores son calificados de inmorales, de artísticamente deficientes, de promover la criminalidad, la misoginia, de atentar contra el orden social. Pero la historia también nos enseña que el reggaetón gana este debate cultural y político debido a su masividad y éxito comercial; de la misma manera que Peso Pluma, sin mover un dedo ni referirse a este embrollo insular, le gana el round a la Mayol oligofrenia política del último tiempo.
La producción del Festival confirmó con dos comunicados públicos la presentación del mexicano, y tal como sucedió hace algunas noches atrás, La doble P arrasará en Viña del Mar, tal y como lo hicieron los argentinos Damas Gratis cantando “No te creas tan importante”, cumbia que todo Olmué dedicó al alcalde Carter –quién por las mismas razones de Mayol, exigía cancelarlos–. Confirmaremos lo que todo adulto con memoria juvenil sabe: a mayor represión, regulación y censura de una expresión cultural, mayor fuerza, popularidad, cobertura mediática y relevancia adquiere. La censura le saca brillo a los bling bling o como dicen las investigadoras Rivera y Negrón: transforma lo marginal en célebre. Cabe preguntarnos, entonces ¿a quiénes les ofende al escuchar reggaetón, trap o corridos tumbados? ¿Qué hay en ese lenguaje crudo, sexual y frontal que les molesta? ¿Por qué esa molestia individual debe volverse política nacional?
La música urbana irrita pues es un catalizador socio-cultural, que registra, propone y se compromete con su público. Como advirtió Pablo Chill-e en el himno “My Blood”, interpretado junto a Polimá Westcoast:
Pablo Chill-e es uno de los traperos más respetados de la música local, precisamente porque representa lo que se vive en las poblaciones chilenas. Cual juglar contemporáneo rapea la épica de su generación y juramenta ante su comunidad: “Voy a poner a los niños de la pobla a cantar”. Una frase que –probablemente– ha hecho más que cualquier proyecto de ley enfocado en las infancias desprotegidas. Niñeces que encuentran en la música un permiso para soñar con tener lo básico: una casa, una habitación propia, una cama sola, un lugar donde descansar o esconderse.
Así, el proyecto de ley desconoce no sólo la falta y falla de las políticas públicas juveniles, sino que –al mismo tiempo– reconoce todos los territorios y comunidades, donde el Estado no llega, pero el reggaetón sí. Es urgente, que reconozcamos que la narcocultura no es novedad, sino que un fenómeno previo a la creación musical. Desbandalizar la sociedad, como anhelo legítimo aunque naive, no puede coincidir con la lógica de limpieza y exterminación del “piteate de un flaite” de los Fotolog y foros dosmileros, donde todo aquello que se identificó como indeseable o despreciable debía ser perseguido, cancelado, suprimido y eliminado. Probablemente, esta propuesta legislativa sea una muestra más de la crisis total de las Instituciones que hace hablar a sus actores por la herida, pues quienes acusan de promover o normalizar la narcocultura, son también quienes normalizan la corrupción y, mediante la impunidad, le promueven.
La música urbana narra la vida de quienes viven cercados por esa violencia económica, social, cultural y también narco; y con ello hace política: proponen nuevas formas de sobrevivencia y exhiben lo que los medios y los políticos han decidido abandonar. Y esas historias enceguecen a nuestros gobernadores hasta el punto de buscar denostar y suprimirles.
¿No será que la narcocultura y la clase política se encuentran cada vez más cerca, si es que acaso no son vecindad? Aquí quisiera recordar al vicepresidente del partido socialista, Arturo Berrios, exponiendo hace unas semanas sobre su trabajo territorial donde tenía “pactos con el narco para poder entrar a trabajar a las poblaciones”; y también, la gran batahola que generó en la Cámara de Diputados, la idea de realizar un test de drogas aleatorio a los legisladores durante el 2022. Recordemos que hubo quienes se abstuvieron. Sumemos además que hace semanas atrás se presentaba un nuevo proyecto de ley para que este mismo test se aplique al presidente y sus ministros. Medidas únicamente necesarias en un sistema político en ruinas, donde reina la sospecha, desconfianza, el muñequeo, la pelea televisiva, la competencia y ambición individual. Dimensiones que a diario vemos en las noticias. En un país (ya) sin proyecto político transformador, donde impera el sálvese quién pueda, con suerte se puede aspirar al no-ser-sapo y a estimular el espíritu crítico que les faltó a Mayol, Carter y Pérez, el triángulo de la censura.
SOBRE LA NARCOCULTURA
Para hacernos cargo de la acusación de promoción de la narcocultura sobre Peso Pluma, Damas Gratis, Pablo Chill-e, King Savage, Jere Klein y Cris MJ (éstos últimos mencionados en la propuesta de ley), nos detendremos en el concepto de “narcocultura”.
La narcocultura puede ser comprendida como un fenómeno que reconfigura la dimensión política, geográfica, social, económica y cultural de los territorios donde se asienta el tráfico de drogas. Un fenómeno polisémico que requiere un estudio interdisciplinario y que afirma un sentido de pertenencia, reviste una determinada estética, una indumentaria, un modo de habitar y de legitimar la actividad ilegal. Ésta se asienta en el día a día de las poblaciones, empinándose como una construcción simbólica que, a su vez, dota de un sentido de vida y de muerte, genera expectativas, aspiraciones y deseos en sujetos vulnerables permanentemente bombardeados con mensajes que estimulan el acceso a estilos de vida y patrones conductuales singulares.
Esta modulación cultural está emparentada con la transformación corporal según la estética buchona, con subgéneros cinematográficos como el videohome, narrativas de consumo y hedonismo, así como con producciones musicales como el narcocorrido, corrido tumbado o alterado. Sus temáticas e imágenes son similares a las que emplea el reggaetón, el trap y otros géneros que se imbrican en la música urbana. Precisamente porque responden a perspectivas de mundo y anhelos de clase. De ahí que, la figura del traficante como el bandido mexicano, el patrón, los júnior, chinos o chacales, sean también los bichotes de la diáspora o traquetos colombianos. En Chile, somos más corporativos: tenemos jefes, cabecillas o líderes.
“Ey, todo controlado / tengo amigos de malandro, también los uniformados” advierte Peso Pluma en Rompe la Dompe(rignon).
La expresión musical más relevante para comprender la imputación realizada a La doble P son los narcocorridos; una producción cultural presente en el territorio fronterizo mexicano desde 1990. Mitad música, mitad relato oral, apareció narrando la épica de la producción industrial de cocaína, marihuana y opioides. En su lírica encontramos la conmoción social que generó –y aún generan– las milicias paramilitares que tomaron el control territorial, configurándose como una crónica popular que alcanza su cima durante el ceñido pero inútil esfuerzo del ex presidente mexicano Felipe Calderón junto a EE.UU. de la guerra contra el narco.
Durante años, el narcocorrido como periódico oral y musical ha permitido el registro de una historia alternativa de México, de aquella que se difunde localmente, boca a boca. Tradición que sería heredera de la balada romance, y ésta –a su vez– de las canciones de gesta, de la picaresca y de los cantos épicos medievales provenientes de España durante la conquista y fundación del Virreinato de Nueva España (siglo XVI). La musicalización de los aconteceres que vivieron los soldados españoles, indígenas, mestizos y bandidos, formaron un discurso contra-hegemónico e ingobernable por la historia oficial, donde fue la misma milicia que comenzó a narrar su potestad sobre el saqueo, la muerte, la violencia y control de los cuerpos del continente. En esas baladas romance vislumbramos la ansiedad exagerada por el enriquecimiento individual, el consumo, el acceso a lujos y la exhibición. Por eso, desde la llegada de los españoles, sabemos que la capitalización de la violencia reditúa; aprendizaje simultáneo a la aparición de representaciones e iconografía de bandidos.
Así, la figura de los narcos, patrones y/o sicarios no son novedad en nuestra historia americana, como tampoco lo es su gusto por lo grande, por la desmesura extravagante. Inclinación influenciada por la arquitectura, arte e iconografía religiosa-barroca que aún podemos ver en las antiguas iglesias y catedrales de Latinoamérica. Esa cosmovisión concibió el exceso y acceso a piedras y metales preciosos –así como su exhibición–, a modo de justificación de los riesgos tomados durante los largos viajes en carabela y los rigores de las batallas libradas a los pueblos indígenas que les resistían. En tanto, podemos decir que la función de los soldados de la corona de ayer, es la misma de los soldados narco del hoy: someter el territorio, controlar la actividad comercial, además de los cuerpos que allí habitan.
Los soldados del narco se organizan y viven según un orden militar permanentemente en crisis, paranoia e inquietud ante su entorno. Ya sea por afán de supervivencia en clandestinidad, ya sea por la salud del negocio / de la misión. Este tipo de banda o grupo armado puede mostrarse como benefactor de la población a la que vulnera, justo cuando coincide con la permanente precarización de la vida comunitaria y el afán de hiperconsumo. El narco se colará y encontrará defensa allí donde el tejido social esté profundamente socavado por el capitalismo y la corrupción. La narcocultura y sus expresiones artísticas son una consecuencia y no causa de la desintegración social. No es necesario ser un gran erudito para afirmar que a menor desigualdad social, menos alcance tendrá el narco.
¿A quiénes les ofende al escuchar reggaetón, trap o corridos tumbados? ¿Qué hay en ese lenguaje crudo, sexual y frontal que les molesta? ¿Por qué esa molestia individual debe volverse política nacional?
En los narcocorridos encontramos la narración de la violencia del poder hegemónico y del Estado. Se entona la denuncia de crímenes, robos, apropiaciones sobre el trabajo del campesinado y de la plebe; al mismo tiempo, que ensalzan las tretas, fugas y el destino trágico de sus patrones y señores de los cielos. En estos corridos sabemos sobre la eficiencia de la violencia y de su registro; relato histórico-cultural que también reconocemos en el reggaetón, el trap y el gangsta-rap gringo. Y aún más: se prestan como un modo de alcanzar la inmortalidad al entrar en contacto con la cultura popular a través de la música.
Hoy, la llamada “música norteña” que terminado por globalizar Bad Bunny y Grupo Frontera en esta canción, se empina como una mercancía pop, un bien y un género musical que viaja con trabajadores, migrantes e indocumentados. De ahí que música urbana, narco-cultura y migración respondan a un nudo cultural y multidimensional aún por comprender.
¿Y EN CHILE?
(...) No somos de ahora, somos de antes
puro adictos al crimen
nos sobran los peines pa vaciarte
pregunta por la mafia
suena en tus parlantes
tengo al Galee
en el mismo dedo que les va a disparar
Ithan NY - MAFIA (part. Juliano Chieff y Drakomafia)
Acá no tenemos tradición de narcocorridos, aunque sí tenemos narcocultura. No obstante, el tráfico de drogas se inauguraría en Chile durante los años 20’s, como indica la investigadora Ainhoa Vásquez:
“Chile habría sido (...) distribuidor en los años veinte, cuando el puerto de Valparaíso era un importante centro de tráfico de opio al que acudían marineros norteamericanos para abastecerse; líder del crimen organizado en los años cuarenta, ya que en Antofagasta y Tocopilla se estableció una red criminal que incluía trata de blancas y transporte de cocaína y marihuana hacia Cuba y Estados Unidos. Para los años cincuenta y sesenta los chilenos ya dominaban el mercado y se habían convertido en los principales narcotraficantes del mundo”.
En ese sentido, los traficantes locales abrieron la ruta de Valparaíso a Miami y precedieron el control comercial de los carteles colombianos y mexicanos. Según el historiador estadounidense Paul Gootenberg, Chile operó como base de un grupo de traficantes que controló las redes de circulación de cocaína luego de la revolución cubana, cuando Fidel Castro cerró las rutas y la actividad de contrabando que iba destino a EE.UU.
A pesar de que en esta sinuosa franja de tierra no tuvimos la presencia de carteles, sí ocurrió un control centralizado por parte de la familia de empresarios turcos Huasaff-Harb asentados en la ciudad Arica, donde mantuvieron clubs, prostibulos y laboratorios del polvo blanco, en una vigorosa conexión con pequeños productores bolivianos. Existen registros de que durante los años 60’s más de la mitad de la cocaína confiscada en la frontera gringa fue de origen chileno, destacando dentro de los capos locales Eduardo Fritis Colón. El ‘‘Yayo Fritis’’ fue un jefe, nacido en Tacna, dueño de un impecable smoking, una camioneta lujosa, una llama por mascota, así como una mansión en la playa ariqueña La Lisera, pescaderías, baños turcos y la boite Mocambo. Sanguinario y acompañado de soldados disfrazados de Carabineros se especializaron en “mexicanas” (robo del cargamento) a otras bandas contrabandistas. Probablemente, fue uno de los personajes inaugurales de la narcocultura chilena.
Durante los años 70’s de la UP, la brigada antinarcóticos chilena era admirada y Salvador Allende fue considerado como un agente cooperador con las campañas estadounidenses en drogas, incluso en el período en que las relaciones en otros frentes se volvían más tensas. Razón por la cual algunos miembros anti-comunistas del congreso estadounidense utilizaron su figura como parte de una campaña contra Chile, lo que se evidencia en el caso EE.UU. vs Squella Avendaño; oficial del ejército simpatizante de Allende y dueño de una avioneta, que fue acusado por contrabando de cocaína.
Con el Golpe de Estado orquestado por EE.UU. y la derecha austral, Augusto Pinochet transformó el mapa narcótico del continente. Continuó la colaboración con norteamérica –para ganarse su favor y mermar las acusaciones por violación a los DD.HH.– y acusó al recién fallecido Allende de protección al tráfico de cocaína para financiar facciones de izquierda. No obstante, y según el cientista político Eduardo Vergara:
“(...) Tras ser el autor de uno de los golpes más simbólicos y rápidos al narcotráfico, Pinochet Ugarte habría sido acusado de participar directamente en el mundo de las drogas, por su supuesta participación en la producción y tráfico de cocaína (...) Las ganancias generadas por estas actividades, al parecer, iban directamente a las cuentas bancarias que el dictador mantenía en el extranjero”
Hacia finales de los 70’s y en plena actividad terrorista de la Operación Cóndor, Pinochet encuentra en la producción y tráfico de drogas un modo de financiar ilícitamente sus redes clandestinas. Existe además la tesis de que habría usado una planta química de la Armada ubicada en Talagante, para refinar el producto, involucrado en el procesamiento al miembro de la DINA y bioquímico Eugenio Berríos implicado asimismo en el asesinato de Orlando Letelier, así como del ex presidente Eduardo Frei Montalva.
No bastando ésto, recae sobre el dictador, ser responsable de introducir la pasta base de cocaína a las poblaciones más vulnerables del país –en los albores de 1985–. Esto con el fin de aislar y destruir a los jóvenes que se organizaban y resistían la dictadura, tal y cómo lo hizo el crack, introducido por Nixon, para inmovilizar a los jóvenes afroamericanos de EE.UU en los años 60’s. Este contexto de terror y represión local, favoreció a que Colombia se adueñara de rutas, contactos, cargamentos y peones del narcotráfico de cocaína, sobresaliendo figuras como Griselda Blanco, Pablo Escobar y Carlos Lehder.
Los nombres de políticos, empresarios distinguidos y de la clase alta, del espectáculo y militares vinculados a la historia local del narcotráfico es impresionante, basta un breve googleo en internet. Por tanto, el pánico mediático que despierta la palabra “narcocultura” no es más que el síntoma de una historia no narrada, de la ignorancia de nuestras autoridades y personajes públicos, así como de una evidente instrumentalización de éste debate con fines políticos.
JUVENTUDES SIN FUTURO
Columnas, puntos de prensa y comunicados públicos van y vuelven. Se ha escrito con brío e indignación, al igual que en las actualizaciones del Caso Convenios o Fundaciones, simbolizado por Democracia Viva (RD), el Pacogate, el desfalco de las Municipalidades de Vitacura (Raúl Torrealba, RN), Algarrobo (José Luis Yañez, UDI), Antofagasta (Karen Rojo, ligada a RN) y por supuesto, Maipú (Katy Barriga, cupo UDI). La indignación es transversal y responde a hechos: tanto la derecha como “el progresismo” de izquierda malversan fondos, alteran documentos e instrumentos públicos y elucubran mecanismos para apropiarse del dinero de los impuestos; ese que pagamos todos los ciudadanos a quienes osan decirnos qué escuchar, qué pensar, cómo vivir y qué es lo que se puede gozar. Censura cultural, corrupción política, precarización laboral, impunidad y desigualdad social, elementos que en la calle son altamente inflamables.
Pero ¿qué hemos aprendido de la provocación de Mayol? 1) que su llamamiento a la cancelación de Peso Pluma es de índole político y no ciudadano, le importa un bledo lo que piense la plebe. 2) Consideramos que utiliza la excusa del corrido tumbado y la música urbana para poner a prueba el peso de su opinión pública. 3) Reconocemos a los grandes ausentes en éste debate adulto-centrista: los adolescentes y jóvenes del país, aunque podemos rastrear sus opiniones en Instagram y en Tiktok, destacando lo ridículo y exagerado de la polémica. 4) Avizoramos el poder que está alcanzando la música urbana en Chile, no sólo porque transforma vidas y sueños, sino porque al sindicarlo como indeseable / despreciable, le da oportunidad a sus referentes para coordinar acciones y llamamientos políticos en redes sociales y conciertos en todo el país. Esta noche, ante cientos de miles de niños y de sus padres, de adolescentes y jóvenes, los jóvenes cantantes articulan una posición política desde la rabia y el malestar.
“Hay viejos culiaos que no creen en nuestro amor” recitaba por los ochentas el poeta y músico Mauricio Redolés, hoy esos viejos culiaos no creen en la cultura urbana, en los jóvenes ni en su arte. Entonces vale preguntarse ¿a quién está representando esta casta política? ¿Cómo van a gobernar un país en el que no creen y desconocen? Porque, al menos, Peso Pluma así como Bad Bunny, conocen a su gente y representan los sueños de los jóvenes que reponen supermercados, limpian mesas en fonditas y venden lo que encuentran para sobrevivir. Actividades que ambos astros realizaban poco antes de su fama global. Los artistas, esos seres despreciables de Mayol, esas juventudes sin futuro perfectamente podrían ser sus alumnos. Podrían ser influenciables, sí; pero también capaces de distinguir entre el autor y la obra, entre la persona y el personaje (no se viven la movie), así como distinguir entre la falsificación y lo auténtico, entre la selfie con o sin filtro. Criterio que no encontramos en los políticos que se han subido a este carro y que elucubran proyectos sin consistencia legislativa.
Ante una nación que no (se) transforma, ni abre horizontes ¿qué les queda a las juventudes chilenas? La narcoestética, la fugacidad del ahora, la evasión del consumo y una enardecida potencia imaginativa: una facultad creativa, rebelde y política. La misma que noche tras noche de este verano, reclamará ante miles de personas, coros y perreo, a propósito del riesgo de perder lo poco que tienen: la música que les permite bailar conectando cuerpos, comunidades, territorios y anhelos.
Fuentes utilizadas:
Marino John, “Police Seize Recordings, Say Content Is Obscene” en San Juan Star, 3/2/1995, citado en en R.Z. Rivera, “Policing Morality, Mano Dura Style: The Case of Underground Rap and Reggae in Puerto Rico in the Mid-1990s”, disponible en R.Z. Rivera, W. Marshall y D. Pacini Hernández (eds.): Reggaeton, Duke University Press, Durham, 2009, p. 111-134.
Andrade Javier, “Who’s Your Daddy?: Daddy Yankee Takes Reggaeton to the Next Level with ‘Gasolina’” en Miami New Times, 10/3/2005, trad. de Raquel Z Rivera y Frances Negrón en “Nación Reggaetón”, NUSO, nº 223, septiembre-octubre, 2009, disponible en https://nuso.org/articulo/nacion-reggaeton/
Raquel Z Rivera y Frances Negrón en “Nación Reggaetón”, NUSO, nº 223, septiembre-octubre, 2009, disponible en https://nuso.org/articulo/nacion-reggaeton/
Ragland Cathy, “Música norteña”, Mexican Migrants Creating a Nation between Nations, Temple University Press: USA, 2009, p. 16.
Vásquez Mejías Ainhoa, “Apropiación cultural de lo narco en Chile: la narcoserie Prófugos”. Revista Comunicación. Año 38, volumen 26, número 2, julio-diciembre, 2017. Instituto Tecnológico de Costa Rica. ISSN: 0379-3974/ e-ISSN1659-3820, p. 6.
Eduardo Vergara Vergara, Chile y las drogas: una revisión sistemática mirando al futuro. Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2016, p. 22.