Escrito con plumón permanente sobre la superficie blanca de la mochila:
Los Tr3s
Ángel Parra Trío
Nirvana
Era una antigua Head, herencia de una prima, fabricada en un grueso material plástico. En la calle, recuerdo, me gritaron: “Maricón”, “fleto”, “Ángel Parra Trío, el maricón; Los Tres, el huevón hueco”. Escuché las burlas sobre la música que salía por los audífonos. La mochila llevaba varios meses rayada, antes nadie me había dicho nada, ninguna alusión sarcástica a mi fanatismo musical evidenciado en la espalda. Era 1995 y los muchachos que cursábamos primero medio u otros cursos superiores tratábamos de diferenciarnos de esa manera del resto. Estábamos obligados a vestir estrictos uniformes, pelo corto, ninguna alhaja. Las mochilas y bolsos eran las pieles sintéticas donde tatuábamos nuestros gustos musicales, con el afortunado detalle de deshacernos de ellas cuando nos aburriéramos. Abundaban los rayados de Wu-Tang Clan, Public Enemy, Metallica, Pearl Jam, Red Hot Chili Peppers; en menor medida Iron Maiden, U2, Led Zeppelin, Pink Floyd. Nuestra generación alcanzó a descubrir, en la adolescencia, el último periodo aceptable del rock, antes de la decadencia final que llegó con el nu metal y toda esa podredumbre representada en Korn, Limp Bizkit, y de allí para abajo. Pero esa es otra historia, ahora me interesa hablar de mi relación con Los Tres y con la locura, con el hechizo, debería llamarlo, bajo el cual atravesé los difíciles años de la enseñanza media, y que, pienso ahora, en retrospectiva, permitieron mi sobrevivencia espiritual (y por qué no, física también).
Mientras sonaba alguno de los lados de Se remata el siglo, un par de estudiantes, más grandes que yo (cuarto medio, supuse, porque ocupaban uniforme) me gritaron los descalificativos que mencioné antes. El motivo mayor, creo, era haber anotado Ángel Parra Trío en la mochila. Un nombre masculino escrito con orgullo —considérese todo rayado como signo de orgullo—, para que los transeúntes de esa ciudad que era Santiago en 1995 identificaran al sujeto como fanático de Los Tres, en primer lugar, luego de Ángel Parra Trío y Nirvana, también. Previo a ese episodio no me cuestioné jamás que la exhibición de mis preferencias musicales pudiera llevar a las personas a evaluar mi orientación sexual. Por supuesto, tras los gritos —que se prolongaron varios metros a través de la vereda, mientras los jóvenes me seguían— comenzó la inseguridad: ¿Debería cambiar de mochila para no despertar interpretaciones equivocadas sobre mí? Estamos hablando de un periodo de durísima sociabilidad en los colegios. En el mío, el Liceo Industrial Chileno-Alemán, colegio de hombres en aquella época, muchachos en su mayoría de clase baja, el tormento del bullying era a cada minuto, incluida la agresión física a diario. Ese contexto adverso lo enfrentaba fortaleciendo el espíritu, principalmente con música. Mi padre escuchaba rock y jazz, además de tocar bajo de forma amateur. Recuerdo los ensayos y la obsesión temprana que me despertó la batería, una Ludwig con acabado de madera, de mi tío Rúa, y la abertura en el bombo, por donde introducía la cabeza para experimentar el trance de la frecuencia bajísima, la vibración física provocada por el golpe de la maceta contra el parche. Ese recuerdo es temprano, yo tenía 5, 6 años, a lo más. Mi padre escuchaba a Hendrix y tenía un casete de grandes éxitos de Electric Light Orchestra. Más música había, viejos casetes blancos originales, otros grabados, antiguas canciones de los sesenta, de los setenta, Ten Years After, Santana, Rare Earth (poníamos Get Ready una y otra vez para escuchar el solo de batería de Peter Riviera, extasiados con la duración del tema, cuya composición demoraba para llegar a ese momento climático). Es la música con la cual me crie. La heredé, debería decir, el único legado cultural de mi familia, el rock, el jazz, ningún libro ni otra manifestación elevada del espíritu.
Pero no era mi música. Yo no la elegí. Canciones adquiridas por mímesis, no por deseo propio, no por una búsqueda personal. Necesitaba, comprendí, encontrar música en la cual estuviera ausente toda influencia paterna. Ese deseo se materializó con el hallazgo de Los Tres. Fue la primera banda a la que llegué por mi propia curiosidad, no recuerdo con exactitud cuándo, intuyo que fue a mediados o fines de 1994, gracias a un par de videoclips avistados en Más música y Sábado taquilla, programas transmitidos en las tardes de domingo y sábado, Canal 13 y TVN, respectivamente. El primero que vi fue No sabes que desperdicio tengo en el alma; el segundo, Feliz de perder. Ambas canciones me volaron la cabeza, también las pintas de los músicos, tan distintas entre sí, tan atípicas para lo que yo había observado en bandas. Pienso, por ejemplo, en La Ley, no solo era el sonido depurado hasta el extremo, también las vestimentas, que parecían uniformes diseñados para provocar una sensación concreta y calculada, al contrario de Los Tres, en quienes percibía desparpajo, autenticidad, formas de vestir genuinas, y por sobre todo, lo más importante, crudo sonido de rock pesado, ejecutado con elegancia y precisión.
El primer casete que compré fue Se remata el siglo, en un puesto del persa Biobío, donde se podía adquirir toda clase de discos originales a precios algo más amables que en el comercio habitual. ¿Cuántas veces lo habré escuchado? Es una pregunta retórica, por supuesto. Ese casete experimentó el ciclo natural de aquellos objetos: el creciente deterioro de la caja, hasta quebrarse por completo; el arte de la portada, un librillo desplegable donde aparecían las letras; y el casete mismo, el desgaste de la cinta, el lento trizado del plástico. Fue en esa época que me compré un segundo casete propio, el primer álbum de Ángel Parra Trío. Era un género que también escuchaba mucho mi padre, y que yo heredé, al igual que el rock. Descubrir que los miembros de Los Tres, a la par de la banda, tenían un lote de jazz, sin Henríquez, con Titae Lindl y Pancho Molina. Ese casete, el homónimo (con Parra en la portada, ejecutando acordes en una preciosa Gibson de caja, la fotografía y el título en sobrios tonos verdes y morados) fue, al igual que con Se remata el siglo, un enamoramiento instantáneo, total, obsesivo, de plena felicidad, y que funcionaba como un engranaje disímil, y por ese motivo, de magnífico acoplamiento con la música de Los Tres. La hostilidad del Chileno-Alemán podía enfrentarse con esos dos álbumes, que oía en todo momento gracias al personal estéreo Toshiba que me regalaron para mi cumpleaños catorce. Mi padre, siempre enfrentando una adversidad económica persistente, me cambió a ese colegio para que yo estudiara una especialidad para ser técnico calificado. Elegí la que, suponía yo, era menos adversa, la que intuí más amable: electricidad industrial. No deseo estirar la anécdota más de la cuenta. Sépase que me fue pésimo, y que hoy no soy capaz de cambiar siquiera un enchufe.
Vuelvo, mejor, a Los Tres. Pronto compré el primer disco, que también escuché mucho, aunque me apasionó menos que Se remata el siglo. El peso del rock y el sonido que Mario Breuer le imprimió a esa segunda placa, yo la esperaba y la exigía. Mi opinión cambió con la aparición de La espada & la pared, que para mí fue el momento climático de mi relación con la banda. Se produjo, pensé, una ecléctica amalgama entre los sonidos primigenios del primer disco, y la contundencia, robustez y claridad del segundo. Todo allí era inspiración, trabajo, cumbre. Era, además, un disco inclasificable. ¿A qué género pertenece, por ejemplo, Déjate caer? ¿O Te desheredo? No era capaz de ubicarlas, ni soy capaz ahora. Los sonidos parecían viajar entre el presente y el pasado, como sucede con las películas de Tarantino, por ejemplo, que gracias a su cinefilia obsesiva es capaz de imprimirle, al relato audiovisual, texturas, tomas, referencias de filmografías pretéritas y heterogéneas. Álvaro Henríquez cumple una función similar gracias a su erudición musical, amplia y múltiple, sofisticada y popular. Además, por cierto, de su talento como compositor y letrista.
El primer casete que compré fue Se remata el siglo, en un puesto del persa Biobío, donde se podía adquirir toda clase de discos originales a precios algo más amables que en el comercio habitual. ¿Cuántas veces lo habré escuchado?
El primer día que La espada & la pared llegó a disquerías fui a comprarlo. Si no me equivoco, Feria del disco de Apumanque. También asistí, con mi amigo David, su hermana mayor, su prima (mayor que nosotros) y los pololos de las chicas al concierto de lanzamiento, en el Court Central del Estadio Nacional, donde Los Tres fueron teloneados por Aterciopelados (Florecita rockera y Bolero falaz sonaban a toda hora en las radios chilenas, el videoclip de la canción mencionada previamente pasaba por Canal 2 Rock & Pop por lo menos dos veces al día), mientras la fresca tarde se iba de Santiago y caía una noche despejada y clara. Los presentó Pedro Carcuro y después se lanzaron con Sudapara. El contrabajo de Lindl parecía retumbar en toda la ciudad con una mezcla de claridad y opaca vibración cuando interpretó la introducción de Flores Secas. Se sucedieron canciones del primer disco y del festejado en ese lanzamiento, muy pocas (o ninguna, no lo recuerdo) de Se remata el siglo. ¿Me sentí decepcionado? Sí, claro que sí, yo me había inaugurado en la música de Los Tres con ese disco, para mí ellos eran guitarras distorsionadas, rock pesado y blues. Pero lo que veía y escuchaba allí era una forma que no podía ser clasificada. Se negaba a serlo. Me gustaba mucho el sonido de la batería, aunque más tarde comprendí que no se trataba del diseño de sonido maniobrado por un ingeniero desde la mesa, sino de la particular técnica de Francisco Molina. Era su estilo, la forma de pegarle a los tarros, los beat irreproducibles por su creatividad y condición única, los cortes que eran pura expresión. Por eso Molina era capaz de imprimir su voz baterística en una producción de carácter más pesado, en un disco con menos impronta rockera, o en el debut de Ángel Parra Trío. Siempre era él, así como el sonido de Titae, ya sea en el contrabajo, el bajo eléctrico o éste tocado con uñeta, era característico no solo del músico, sino de la forma expresiva que adquiría con la banda. Tras esa base rítmica —que trascendía el mero tempo, cada cual desbordaba hacia otros ámbitos de la interpretación—, las guitarras de Henríquez y Parra, complementarias y también auténticas. Pensé: Los Tres no necesitan ejecutar solos instrumentales virtuosos porque esos solos son las canciones mismas. La excelencia, la condición de músicos eximios, está en cada tema, su excepcionalidad existe en los riffs, en los cortes, en la música de cada canción.
Para el MTV Unplugged mi fervor colindaba con la locura. Nos juntamos con Carlos, mi mejor amigo de aquella época, a ver el estreno, que grabamos en VHS. Duraba treinta minutos, no era la totalidad del concierto. Pronto apareció el disco con todas las canciones. No lo he dicho, porque hasta el momento no era relevante: yo en esos años quería con toda mi voluntad ser baterista. El modelo, por supuesto, era Molina. Así que salí a la calle a husmear en construcciones y casas remodeladas. Recogí un tarro de pintura vacío y lo ubiqué al costado izquierdo, para conseguir el sonido que le imprimía a la percusión en Tírate.
Después vino la Yein Fonda, donde tocaron desde cumbias a cuecas bravas en una carpa dispuesta en Plaza Ñuñoa. Esa noche me tropecé con el desnivel que había entre la tierra y la pista de madera frente al escenario. Se formó un círculo a mi alrededor, y los que suponía mis amigos —David, Marambio, otros más—, en lugar de ayudar para incorporarme, se burlaron a carcajadas. La vergüenza pública es una sensación que no se olvida jamás. Se imprime en la memoria y en el cuerpo. Es decir, que el recuerdo, realizando un sencillo esfuerzo, puede volver a la superficie existencial casi completo.
Tal vez aquella noche empezó el divorcio espiritual, pienso.
Seguí escuchando a Los Tres con fervor, pero mis convicciones empezaban a socavarse en sus cimientos. Pronto iba a aparecer la literatura como vocación absoluta, a la par de una idea que iba fortaleciéndose día a día: yo no había nacido para hacer música, jamás sería el baterista en el que deseaba convertirme.
Para la aparición de Fome, mi amor por Los Tres pendía de un hilo. Sí: desperdicié la oportunidad de vivir la fiebre por el disco más grande de la banda mientras era una novedad. Ni siquiera lo compré. Deambulaba por otros estilos musicales, perdido como quien no sabe dónde entrar en la feria de diversiones, a qué juego subirse, dónde gastar los tickets. Por decoro no voy a mencionar las cosas que exploraba musicalmente. Intenté escuchar a Korn y a Rhapsody, por ejemplo, algo que nunca menciono y que me produce el mismo pudor que el breve periodo de la pre adolescencia, cuando me gustaba bailar las coreografías de Locomía con abanicos recortados de cajas de mercadería y la bata de mi madre anudada a la cintura.
Después vino un periodo oscuro. No sabía hacia dónde ir, a qué aferrarme. No supe enganchar con Fome, menos con La sangre en el cuerpo. La debacle terminó (o en realidad comenzó otra, pero enmascarada) cuando llegué a Los detectives salvajes y la literatura me provocó una herida inigualable, como jamás otra expresión del espíritu había hecho en mí. Muchos años después volví a reencontrarme con Los Tres. Compré sus álbumes en vinilo y CD. Los escuché en mi equipo Marantz, donde ese poderío interpretativo salía expulsado por las torres de parlantes como se merecían. Calidad de audio de alta definición para una música excepcional. No solo volví a comprar sus discos (todos los de la época de la formación original completa), también Pettinellis y esa joya extraordinaria que es el solista de Álvaro Henríquez. Creo que ahora los aprecio más, sin las imperfecciones emotivas y sensoriales de la adolescencia y la primera juventud.
Claro, escribo esto porque se vuelven a juntar. Y veo y escucho en ellos —Hojas de té tocada en estudio— la misma fuerza y calidad, madurada por el tiempo y el devenir de la existencia. Vislumbro algo parecido a mi propia experiencia, por fortuna sin la ansiedad juvenil ni las pretensiones de transformarme en músico. Los escucho desde mi oficio, desde el humilde planeta literatura. Y su regreso tal vez completa algo en mí.
Crédito de las fotografías: Prensa Los Tres.