Crónica

Mercenarios latinos en Ucrania


En esta guerra hacen falta gamers

La de Rusia y Ucrania es la primera guerra a gran escala con inteligencia artificial. “Matar a través de una pantalla es sencillo, es un videojuego, bro”, dice Max, un argentino que aprendió a pilotar drones jugando en la compu y filmando bodas. Es uno de los miles de mercenarios latinoamericanos que se sumaron a las filas de las Fuerzas Armadas ucranianas para reemplazar a los muertos, desertores y exiliados tras más de 850 días de guerra. Después de cada misión, Maxi edita y sube los videos a TikTok. Mientras toma mates y escucha cumbia villera en la trinchera asegura: “Acá no hacen falta soldados, hacen falta gamers”.

En la terraza de un hotel del centro de Kiev cinco colombianos juegan a videojuegos de tiros en sus smartphones. Un vallenato meloso suena a todo volumen y giran las cervezas y el ron. Son miembros de la Legión Internacional de Defensa Territorial, una estructura de las Fuerzas Armadas de Ucrania creada pocos días después del inicio de la invasión rusa, que entrena y moviliza más de 20 mil voluntarios de hasta 52 nacionalidades. Llevan dos meses en la ciudad y esperan terminar su entrenamiento en las próximas semanas. Casi todos serán destinados a la ciudad de Avdivka, recientemente ocupada por tropas rusas. Algunos quizás a Járkov o Jersón.

—Nosotros somos buenos pa’ la guerra, pasamos los últimos 50 años en una —dice el sargento J, un veterano que suma 22 años y 8 meses de servicio en el Ejército de Colombia. Es un hombre robusto, panzón, bajito y recio como un tonel—. El colombiano es bien parao en la raya, por eso nos mandan a los frentes más duros.

La tropa asiente despacio y mira con desconfianza hacia mi mochila arrumbada en una esquina del patio del hotel donde un casco alquilado con letras blancas advierte: “PRESS”. No están acostumbrados a responder preguntas a periodistas. La tarde languidece con un calor inusual y el sol se oculta detrás de los enormes edificios de arquitectura soviética y las alamedas arboladas.

—Somos soldados profesionales. Venimos porque Rusia es el país agresor y creemos que hay que prestar ayuda a este país para que ganen la guerra.

Los militares insisten en que no son mercenarios, aunque reconocen que en la Legión Internacional cobran más del doble que un sueldo promedio en el Ejército de Colombia.

—La paga está re bien —sentencia el sargento J. al fin, tras un largo silencio.

J. y su tropa hablan de ametralladoras, calibres, tácticas y de planes a futuro. Algunos quieren comprar un terrenito en Cali, otros quieren ponerse una flota de Uber. El sargento J. sueña con cumplir su deseo de juventud y hacerse locutor de radio.

—Si salimos de acá…

—¿Cómo enfrentan la posibilidad real de la muerte? 

—No, pues, si te toca te toca —dice mientras se roza el rosario que cuelga de su cuello. 

Muertos, desertores y exiliados

—La mayoría de los oficiales de carrera, te diría que el 60 por ciento, tanto ucranianos como rusos, murieron durante el primer año de guerra. De hecho Rusia perdió seis generales en los primeros seis meses —cuenta Oswald. 

Tiene 29 años, pasó 8 en las Fuerzas Especiales del Ejército de Colombia como francotirador y es probablemente el único suboficial afrodescendiente que comanda una unidad de asalto en esta guerra.

Más allá de la solidaridad que mueve a Oswald y a sus camaradas a viajar 10 mil kilómetros para pelear en esta tierra inhóspita, la realidad es que los voluntarios como él vienen a suplir el incesante goteo de objetores de conciencia, desertores y exiliados ucranianos que, tras 850 días de guerra, se niegan a ir a pelear. Un panorama que, aunque cuidadosamente silenciado, también se repite en la Rusia de Putin. Engañados por la propaganda oficial u obligados por las leyes marciales de sus respectivos países, ucranianos y rusos se matan metódicamente y con desgano.

Járkov

La estación de trenes de Kiev es un hormiguero donde civiles y soldados se mezclan en un trajín sin tiempo ni forma. Podría ser 1941 o 2024. Hay madres que lloran, parejas que se abrazan, uniformados que se despiden para marchar al frente. Las cinco horas que separan la capital ucraniana de Jarkov se deslizan por la ventana del vagón en un paisaje verde y florecido, interrumpido cada tanto por el esqueleto quemado de algún tanque, una trinchera abandonada, un cartel de “peligro campo minado”. 

Un uniformado se sienta a mi lado. Se llama Gerard, es bielorruso y tiene una hija de diez meses a la que no conoce porque no puede regresar a su país. 

—Si vuelvo me caen 35 años por terrorismo —explica, mientras gesticula con las muñecas en cruz como si llevara puestas un par de esposas. 

Se incorporó a la Legión como voluntario porque cree que es la forma más rápida de que acabe la guerra y de combatir contra la dictadura del principal aliado de Putin en la región, el caudillo soviético Alexandr Lukashenko, que preside su país ininterrumpidamente desde 1996. 

—No hay que pensar en cuándo terminará sino hacer todo lo posible para que termine —dice, en un inglés precario, con un marcado acento eslavo. 

Según su cálculo más optimista el conflicto durará entre cinco y diez años más.

Es miércoles 1 de mayo pero los trabajadores de la muerte no se toman descanso. Atardece en Járkov, a unos 500 km al este de Kiev, la segunda gran ciudad de Ucrania que hasta antes de la invasión rusa era el principal polo industrial y contaba más de un millón y medio de habitantes de los que hoy apenas queda un tercio. 

Las alarmas que alertan de bombardeos inminentes son un ruido constante, un alarido diario que resuena en sordina por toda la ciudad y llega a todos los celulares de la población aunque estén en silencio. Una voz en ucraniano me indica el refugio más cercano o la boca de metro más próxima y me ordena ocultarme bajo tierra lo más rápido posible. En la cola de los pocos supermercados abiertos, en la puerta de las iglesias ortodoxas de cúpulas doradas, en la fila del tranvía, los jarkovitas se sobresaltan con las alarmas pero después las ignoran. Ya nadie hace caso de las advertencias.

—Hacer vida normal es la mejor arma para combatir al miedo. Abrir nuestras tiendas, ir a trabajar, seguir adelante, es lo que más le molesta a Putin —cuenta una joven que atiende un puesto de sánguches junto a la estación de trenes, donde espero que Ámbar, el comandante de una unidad de dones de combate venga a buscarme para ir al frente. 

Mate y cumbia en la trinchera

En una trinchera del tercer cordón de la primera línea de fuego, José, alias “Coca” pone balas en un cargador mientras suena una cumbia villera. Max ceba mates y cada tanto agita las manos al ritmo de Los Pibes Chorros mientras cuenta anécdotas inverosímiles sobre la guerra. Los dos son argentinos e integran la Unidad de Drones 225 autodenominada “Valkiria” de la Legión Internacional de Defensa Territorial. 

El jefe de la unidad es Ámbar, un ucraniano de dos metros y semblante tártaro y feroz, pero amante del pop melódico, que escucha en su auto a todo volumen. Ingresó como voluntario a la Legión tras la invasión y obtuvo su rango de comandante por tener el título de licenciado en ingeniería civil. No es militar y nunca antes había visto un fusil de cerca. Ahora dirige una de las Unidades más mortíferas del frente sureste de Jarkov. 

—No es por plata —aclara Coca.

Chubutense, de 38 años, Coca ingresó al Ejército Argentino en la Compañía de Comunicaciones de Comodoro Rivadavia en 2004. Tiene tres hijos en Argentina con los que perdió contacto. Está contento porque hace seis meses volvió a ser papá, esta vez de una beba ucraniana llamada María.

Max es huérfano de padre y madre, ingresó a los 18 años en el Regimiento de Caballería de Tanques 9 del Ejército Argentino, pero abandonó la fuerza pocos años después tras algunos arrestos por indisciplina. Se define como “cineasta”: antes de incorporarse a la Legión Internacional pilotaba drones en bodas y bautizos. Ahora los carga con bombas. Creció consumiendo historietas y películas de superhéroes. Un largo y profundo pasado y presente como gamer y streamer lo convirtieron en una sensación en redes, cuya monetización asegura que invierte en mejoras de equipamiento para la 225.

Aunque dicen que “no es por plata”, ambos reconocen que el sueldo que les paga el Estado ucraniano es un aliciente importante para estar acá. A pesar de que la primavera recién llega, un sol de verano calienta los cuerpos entumecidos después de una noche de intensos bombardeos de artillería y mortero pesado.

El sonido de los drones Shahed es un zumbido tenebroso. Una muerte voladora que planea con alas artificiales durante la noche y arroja cargas explosivas o se estrella contra sus presas dejando un tendal de muertos a muy bajo coste de producción. 

Según datos del Consejo Europeo de Asuntos Exteriores, la de Ucrania es “la primera guerra de drones a gran escala que involucra el uso de IA”. El viceprimer ministro de Ucrania, Mijailo Fedorov reconocía meses atrás que el uso de nuevas tecnologías, de información en la nube, de retransmisiones en directo y de inteligencia artificial han permitido a su país “sobrevivir” hasta ahora. Por eso la Legión Internacional creó un batallón de pilotos de combate de drones FPV (First Person View) y DJI. 

—La guerra no va a volver a ser igual nunca después de esto. El rol que jugamos los pilotos y la mortalidad que generan los drones va a cambiar para siempre la estructura de las Fuerzas Armadas y las tácticas de la guerra en todo el mundo —dice Max sobresaltado, mientras muestra las cargas de C4 y explosivos plásticos que guardan en el polvorín de la trinchera. 

El argentino exhibe orgulloso su artilugio de muerte y se excita como un niño con juguete nuevo. 

—Para mí no son personas, son stormtroopers y mi misión es destruirlos, insiste en su lenguaje de la Guerra de las Galaxias. Después de cada misión, edita y sube los videos de sus hazañas a Tik Tok. 

Este misionero de 33 años es la imagen de la espectacularización de una violencia que no conoce censura. En sus redes promete gloria y dólares a los voluntarios argentinos que quieran unirse a la Legión. Un panorama frívolo de la guerra que casi siempre choca de frente con la realidad. 

—Yo soy como un Superman comando, bro. Con lo que junto de mis transmisiones en vivo y mis videos de misiones compro blindajes, drones, botiquines y comida. Esta es una guerra de imagen y yo soy una superestrella, mientras se frota la bota ortopédica que envuelve su pierna rota tras la última incursión. 

Aunque en su blindaje de kevlar lleva una bandera celeste y blanca, Max está desafectado del servicio como personal de las Fuerzas Armadas Argentinas. Fantasea con la idea de que el presidente Milei envíe tropas a Ucrania y festeja cada vez que escucha declaraciones en ese sentido. 

—Sería épico. Aunque más que militares acá hacen falta gamers. Gente que esté acostumbrada a jugar y usar nuevas tecnologías. Eso estaría buenísimo. 

Es difícil saber de qué está hecha su fantasía belicista, adivinar cómo está configurado el pensamiento de alguien que sólo piensa en eliminar enemigos, con qué ligereza asume la finitud de la vida ajena y el riesgo de la propia.

—Yo traumas no voy a tener después de esto. Matar o ver morir a través de una pantalla es mucho más sencillo. Esto es un videojuego, bro. 

La Legión Internacional

La Legión Internacional está dividida por nacionalidades que conforman batallones de unos mil soldados, agrupados por especialidades: asalto, fuerzas especiales, blindados, inteligencia, drones de combate. En grupos más o menos homogéneos pelean chechenos, austríacos, ingleses, normandos y españoles. También hay unidades de opositores rusos y bielorrusos. Varios griegos, irlandeses, croatas, taiwaneses, brasileños, algunos argentinos y muchos colombianos. 

Aunque no existen datos oficiales sobre la cantidad de integrantes de este ejército multinacional, ni tampoco se conoce el número de bajas en combate, la maquinaria de propaganda del Estado ucraniano mantiene una página web y campañas en redes sociales donde llaman a filas y ofrecen unos 600 dólares mensuales por tareas en retaguardia y tres mil a quienes participen de operaciones militares en el frente. Alistarse es relativamente sencillo. Cualquier policía o militar de una nacionalidad no beligerante en el conflicto puede acercarse a la embajada ucraniana de su país de origen y, tras desafectarse del servicio -o pasar a retiro-, puede pedir el alta en alguna de las unidades de combate. También existe una página web donde solicitar la primera entrevista donde se aclara que “no es necesario tener experiencia en combate” pero se subraya la importancia de mantener una “buena forma física y no padecer enfermedades crónicas”. Tras una serie de entrevistas con los comandantes y habiendo llegado a territorio ucraniano por sus propios medios, los aspirantes pasan tres meses de entrenamiento y luego son destinados a “la línea cero”. Simple, rápido y mortal.

La diferencia sustancial entre la Legión y los ejércitos a sueldo como Wagner, -una fuerza mercenaria compuesta por veteranos venidos de toda la Federación Rusa, dedicada a hacer el trabajo sucio del régimen de Putin en países como Libia, Mali, Siria o Ucrania-, es que la Legión está forma parte de la estructura de las Fuerzas Armadas de Ucrania, sus integrantes por tanto son soldados y no mercenarios a sueldo, están sujetos a las normas internacionales de la guerra y deben ser tratados como prisioneros de guerra en caso de ser apresados y tratados como tales según la Convención de Ginebra. Por otro lado, la existencia misma de la Legión está sujeta a una realidad bien concreta: la sangría permanente de dos años de guerra dejaron a las FFAA de Ucrania con una imperiosa necesidad de mandos medios y de tropa. 

Nocturno de Konstantinivka

Los morteros suenan en dos pasos: primero el estallido —Bum!—; luego la metralla —Raas!—. Al final, los muertos. 

La noche, larguísima, está sembrada de temblores de tierra, gritos de soldados y aullidos de perros abandonados por sus dueños que merodean desorientados en la noche y ladran a la nada antes de ser pasto de los drones shahed. 

Amanece y junto a la trinchera improvisada en una vieja granja abandonada hay un socavón con sangre. La posición de la Unidad 225 lleva casi 20 horas bajo bombardeo constante: un proyectil cada seis minutos. Coca no fuma, no bebe y no se droga, pero necesita una Coca-Cola siempre a mano. 

Deambula por el pueblo buscando su bebida favorita entre los escasos puestos de lo que antes era un mercado y ahora es apenas una ruina. Una mujer de mediana edad vende a precio de saldo su ropa de gala junto a la iglesia de cúpulas doradas desconchadas. Un hombre de mil años con dientes de latón ofrece cuatro papas que logró rescatar de su huerto. Son los únicos residentes de esta urbe industrial situada a 200 km de Jarkov, que antes contaba 70 mil habitantes y que ahora apenas cuenta unos pocos miles, casi todos adultos mayores que no tienen a donde ir.

Cuesta creer que este soldado bajito y morocho, amabilísimo y siempre sonriente, sea un veterano que pasó muchos meses en lugares como Tèrnopil, Donetsk, o Avdivka, donde disparó y mató a personas cuerpo a cuerpo.

—Cuando llega el momento del combate no pienso en eso. Ellos harían lo mismo con vos si pudieran, entonces hay que bajarlo al otro antes de que te bajen a vos, ¿entendés? —explica mientras abre la Coca-Cola que acaba de conseguir. 

El bombardeo cesó por unos minutos y, con su refresco, Coca se siente feliz.