Nunca la conocí. Yo nací tres años después que se la llevaron desde la casa familiar. De alguna manera, Sonia se ha vuelto una obsesión. Mi fantasma y compañía. A veces me cuesta comprender que alguien desaparezca. Sobre todo, en estas últimas décadas de avances en la ciencia y la tecnología: alguien desaparece para siempre. No vuelve más. Un ser querido, que durante años ha sido citada en las conversaciones familiares, presente en los retratos en blanco y negro, no está. Pero ¿Dónde está?
Sonia Bustos Reyes fue secuestrada el jueves 5 de septiembre de 1974 desde la casa que arrendaban mi abuela Olga y sus hijas en calle Catedral 3119. Tenía 30 años. Llegaron a buscarla armados con metralletas dos carabineros y tres agentes de la brigada Caupolicán de la DINA. Eran cerca de las tres de la mañana. En la casa, a pasos de la Quinta Normal y a una cuadra de donde hoy está ubicado el Museo de la Memoria, estaban presentes cuatro de las cinco hermanas, María, Rosa, Elvira y Sonia. Los agentes allanaron la casa. Además, presenciaron la detención cuatro niños: mis primos y mi hermano mayor Eduardo, entonces de seis años.
Mi tía era secretaria de Investigaciones. Nadie en la familia sabía que además era integrante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) hasta que desapareció. Luego de ese fatal septiembre, los integrantes de la familia siguieron unidos. Buscando.
Con los años, con la dictadura encima, el miedo y el horror, la ausencia de Sonia produjo silencios, distancias y resquemores. Es más, una de estas tías antes nombrada, recién el año pasado cuando leyó el libro que publiqué Rostros de una desaparecida (Overol), le dijo a mi madre: “Yo no sabía que Sonia era del MIR”.
Mi madre tenía un año de diferencia con Sonia. Era su espejo. Amigas inseparables. Iban al cine, a bailar, al parque, se reían juntas, se hacían bromas. Se vieron por última vez en el centro de detención Cuatro Álamos. A mi mamá la fueron a buscar agentes de la DINA, encabezados por Osvaldo Romo, a la casa de calle Catedral, el lunes 9 de septiembre de 1974. Estuvo dos semanas detenida. Fue brutalmente golpeada. A mi mamá y a mi tía las torturaron con corriente eléctrica.
Lo más seguro es que a mi mamá la detuvieron por los cuadernos de mi tía. Sonia escribía poesía. Le gustaba leer y escribir. Mantenía cuadernos que se llevó la DINA. En esos papeles, los agentes leyeron el nombre de Carlos Gutiérrez, quien había sido novio de Sonia, y también el nombre de mi madre. El mismo lunes 9 de septiembre se llevaron a ambos a Londres 38.
Gutiérrez está vivo. Mi madre de 78 años, jubilada como funcionaria pública de la Tesorería, está viva. Sonia es una incógnita, una interrogante, un misterio, una detenida desaparecida. Está y no está. De 1.469 víctimas de desaparición forzada solo 307 han sido ubicadas, identificadas y entregadas a sus familiares. Leo en una de las frases de El libro contra la muerte, de Elias Canetti: “No es sentimental pensar en un muerto, mientras no se haya reconocido su muerte”.
Fake news y la búsqueda
Mi tía Sonia participó en una célula del MIR que conformaba con Teobaldo Antonio Tello y Mónica Llanca. Tello era detective de Investigaciones y fotógrafo del movimiento. Mónica trabajaba en el registro civil. Los tres efectuaron esencialmente dos labores para el MIR. Todo esto lo supe investigando y revisando documentación y archivos para el libro Rostros de una desaparecida.
Una de las labores de esta célula era la entrega de información y documentación que servía en la elaboración de identificaciones falsas para los dirigentes que estaban clandestinos. La otra tarea era una labor más directa, rápida y temeraria: cuando llegaban los agentes de la DINA, entre ellos Osvaldo Romo, a las dependencias de Investigaciones y al Registro Civil a preguntar por datos de algunas personas, ellos les decían que regresaran más tarde. En ese intermedio, la célula del MIR activaba su red de contactos para que aquellas personas se enteraran que eran buscadas por agentes de la DINA.
Recuerdo que desde niño ingenuamente me preguntaba: ¿Y si ella hizo algo malo por qué no la detuvieron, encarcelaron, y luego dejaron en libertad? Pero al leer los archivos de la época es desolador corroborar la orgánica de exterminio que existió desde que se instaló la dictadura liderada por Augusto Pinochet. Además, es triste y desmoralizante mirar el presente y ver como integrantes del Partido Republicano, incluyendo a Luis Silva Irarrázaval (miembro numerario del Opus Dei), buscan subterfugios judiciales para liberar a presos de Punta Peuco. Entre ellos al exmilitar Miguel Krassnoff, condenado por delitos de lesa humanidad, quien le dijo a mi madre horas antes de abandonar Cuatro Álamos para luego ser arrojada en un terreno baldío cerca del matadero Franklin, que la trasladarían a Arica para matarla.
En 2017 recibí el fallo judicial sobre el caso de mi tía Sonia por “Delitos de secuestro calificado y aplicación de tormento”. En el documento encabezan la lista de responsables dos uniformados muertos: el exgeneral del Ejército Manuel Contreras y el excoronel Marcelo Moren Brito. Además, de otros funcionarios con altos cargos en Gendarmería (Orlando Manzo Durán), el Ejército (César Manríquez Bravo) y Carabineros (Ciro Torré Sáez). Nunca se señalan los culpables directos ni menos el paradero final de Sonia. La ruta de detención de mi tía fue por los centros de Londres 38, José Domingo Cañas y Cuatro Álamos. El fallo judicial firmado por el juez Mario Carroza no es concluyente en su investigación.
Sonia fue parte de la llamada Operación Colombo. El caso de los 119. Detenidos que fueron nombrados en la prensa, en un macabro complot elaborado entre la DINA y el Ejército. Un montaje comunicacional, antecedente de las fake news, que los hizo aparecer como muertos producto, supuestamente, a pugnas internas, en países como Argentina, Colombia y México. Mi tía Sonia fue nombrada el 23 de julio de 1975, en el diario El Mercurio bajo el titular “Ejecutados por sus propios camaradas”.
Según las investigaciones periodísticas, principalmente, realizadas por Jorge Escalante, Mónica González y Lucía Sepúlveda, la mayoría de los integrantes de la Operación Colombo fueron arrojados al mar en los llamados “Vuelos de la muerte”. “Esta operación se convirtió en uno de los proyectos más maquiavélicos y siniestros de los tramados para ocultar las violaciones de los derechos humanos”, anota el historiador e investigador Peter Kornbluh en el libro Pinochet desclasificado.
Hoy mi madre me cuenta que cuando el nombre de Sonia salió en el diario varios vecinos tomaron distancia de la familia. El ambiente era de desconfianza y el toque de queda en la noche hacía todo más horrendo. Por años hubo llamadas telefónicas confusas, amenazas y falsas esperanzas. Autos sospechosos que se detenían por horas en la esquina de la casa. Una noche quebraron todos los vidrios de Catedral 3119. Mi mamá los vio: eran carabineros. La casa de Catedral 3119 ya no existe. Hoy, en el mismo terreno, hay un edificio habitacional.
La búsqueda de mi tía la hizo mi abuela Olga, mi tía Elvira y mi mamá a través de la Vicaría de la Solidaridad y la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Cuando niño acompañé a mi madre a varias de esas reuniones. En su labor de búsqueda, mi abuela cada día se levantaba a las seis de la mañana. Siempre llevaba entre sus ropas una foto de Sonia. Una foto en blanco y negro. Hay una carta en la Vicaría que demuestra que mi abuela le escribió a Lucía Hiriart, la esposa del dictador “solicitándole su ayuda en favor de su hija Sonia, que se encuentra en……….”. Le responde el Ministerio de Defensa: “Hemos tomado conocimiento”.
Mi familia interpuso una serie de recursos de amparo. Hizo diligencias en la Academia de Guerra del Ejército, la OEA, la Cruz Roja Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Mi abuela recorrió postas, morgues, embajadas y cementerios buscando a su hija. Murió en 1984, a los 70 años, “de cáncer y de pena”, dice mi madre. Diez años después de la desaparición de Sonia. Ella hizo un circuito de oración. Se volcó a la religión. Rezó sin pausa. Hizo mandas. Terminó visitando a una vidente del barrio Yungay. Murió buscando a su hija.
¿Quién puede decidir?
Mi tía Sonia se iba a casar en 1971 con Carlos Gutiérrez. Por esos meses fue al programa de televisión Sábado Gigante. Se ganó una aspiradora. Salió en la televisión fugazmente. Mi madre me cuenta esta anécdota, entre otras, y sus ojos toman un brillo distinto, se mueven buscando a Sonia en su memoria. “Don Francisco hablaba con todos los ganadores. También lo hizo con Sonia”, dice mi mamá, quien ya en democracia también fue al programa como público.
Hoy parece fácil registrar nuestros movimientos en un celular. Nuestras historias. Hacer un video. Conservarlo. Hacerlo circular. De Sonia, quien nació el 13 de mayo de 1944, se conservan un puñado de fotos en blanco y negro. Y solo hay una fotografía en color que tiene la familia. Está junto a su perro en la Quinta Normal. Detrás del Museo de Historia Natural. Sonia sonríe.
El pasado 13 de mayo, para el cumpleaños de Sonia, fuimos al Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político, en el Cementerio General. Junto a mi hijo Bruno (11) y mi mamá compramos flores al ingreso del recinto. Mi madre estuvo un buen rato frente a esa lista esculpida en piedra, como si buscara algo más que un nombre, una pista entre líneas, una huella, una señal, un recuerdo que no recuerda. ¿Dónde está?
A ese momento le tomé una foto con mi celular. No hay olvido en esta historia. Hay silencio y complicidad. Y, sobre todo, mucho amor. Gracias a mi madre me interesa la literatura. Los libros. Pienso que en estos últimos años he leído obras sobre la experiencia del duelo, la muerte y la ausencia. Sonia está en cada frase, en cada lectura. Ante el silencio y la ausencia, ella resplandece.
Recuerdo haber subrayado páginas de Di su nombre, de Francisco Goldman, El año del pensamiento mágico y Noches azules, de Joan Didion, Memorias de una viuda, de Joyce Carol Oates, La muerte del padre, de Karl Ove Knausgård, Bajo el árbol de los toraya, de Philippe Claudel, Nada que temer y Niveles de vida, de Julian Barnes y El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, quien se pregunta: “¿Quién tiene derecho a decidir cuánto tiempo es mucho tiempo y cuánto es poco? ¿Quién puede decidir si treinta años son pocos años o muchos años? (…) ¿Qué se hace con los objetos de los muertos?”.
Caminando a tu lado
Una maleta pequeña en su closet. Es lo que conserva mi madre de Sonia. Dentro de esa maleta de cuero azul están sus notas del colegio, una cinta de género blanca gastada con letras doradas que dicen SONIA BUSTOS REYES y recuerdan su primera comunión, en noviembre de 1950. Además de fotografías, documentos y una pequeña libreta, donde se puede apreciar la caligrafía de mi tía.
Mi madre trabajó más de tres décadas en la Tesorería, en calle Teatinos. A un costado de La Moneda. Recuerda que, por muchos años tras la desaparición de Sonia, salía a la calle y veía su rostro en otras personas. Estaba ella en la multitud: entre el dolor, el deseo de volver a verla y ciertos rasgos que podía observar de reojo. La veía y desaparecía. La veía y desaparecía. Luego, bajaba la cabeza y seguía su camino. Con los años, dice, logró asimilar que esto era un equívoco, un deseo, una fantasía.
Pero como en el verso de La tierra baldía, de T. S. Eliot, que abre la novela de Mariana Enriquez, Nuestra parte de noche, “¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?”. El poema continúa: “Si cuento, solo estamos tú y yo juntos / pero cuando levanto la vista al camino blanco / siempre hay otro caminando a tu lado”.
Estos versos, son materia viva de lo que sentimos y hemos conversado con mi madre. Sonia está con nosotros. Ella permanece a nuestro lado. Como un bello fantasma, como un ser querido sin tumba, Sonia está presente y seguirá merodeando nuestras vidas. Nuestra parte de noche que ilumina los días, a veces claros, a veces oscuros. Transcurran los años que sean. Ella se ha multiplicado en la memoria de otros familiares, amigos, en la obra del artista Carlos Altamirano y en la historia de Chile.
En un país aún dividido, donde los “Pactos de silencio” de parte de miembros de las Fuerzas Armadas han querido ser la lápida de la memoria, eternizando la impunidad, y los culpables culpan a otros, las historias mínimas sobrevivirán a la historia oficial. Y en ese cuaderno que aún se escribe están las y los abogados y asistentes sociales de la Vicaría de la Solidaridad, los familiares de Detenidos desaparecidos, la labor incansable de Sola Sierra, las mujeres a cargo de las ollas comunes, y todos aquellos que caminan silenciosos a nuestro lado. A 50 años del golpe de Estado, ante los días oscuros, donde los discursos negacionistas se repiten cada vez más en la agenda nacional, mi familia se reúne en la memoria de Sonia. La mujer que camina a nuestro lado. El espejo de mi madre, quien morirá lo más seguro sin saber sobre los restos de Sonia. Busco una cita del libro de Cristina Rivera Garza, que mi madre leyó y también subrayó: “El duelo es el fin de la soledad” y “Vivir en duelo es esto: nunca estar sola”.