Como pocas veces sucede, el pasado 20 de junio el Diario Oficial causó sorpresa. Sin mayores antecedentes previos, se publicó la creación de la “Comisión Asesora contra la Desinformación”, bajo el alero de los ministerios de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, y de la Secretaría General de Gobierno. La sorpresa tomó la agenda rápidamente.
Con la misma velocidad que se confundieron dos debates clave -libertad de expresión con desinformación y la regulación de plataformas digitales- se habló de censura, de la creación del “ministerio de la verdad”, y se emplearon una serie de adjetivos que poco tenían que ver con lo que decía el decreto, pero que sumaban fantasmas en uno de los grandes desafíos que tenemos hoy: la tensión entre nuestras democracias, las plataformas digitales y la desinformación que fluye en ellas.
Esta tensión no es nueva. La conversación sobre cómo nuestras democracias y las plataformas digitales interactúan e influyen en nuestra convivencia es un factor crítico para el presente y futuro. A lo largo de las últimas dos décadas no ha parado de crecer, al punto de que ya hace seis años, en 2017, Tim Berners-Lee, el creador de la web tal como la conocemos hoy, afirmó en una carta pública que debíamos enfrentar tres desafíos para que la web fuera una herramienta útil para toda la Humanidad: retomar el control de nuestros datos; enfrentar la desinformación en línea, que se propaga como un incendio forestal; y demandar más transparencia y conocimiento sobre la publicidad política en línea.
Las consecuencias de la desinformación digital están a la vista, entre otras: proliferación de discursos de odio contra minorías, que han derivado en persecuciones, matanzas o genocidios; procesos electorales intervenidos, a diferente escala, en distintos lugares del mundo en la última década; un debate político democrático intoxicado por la mentira usada por populismos a diestra y siniestra; y una pandemia atravesada por constantes flujos de contenidos que horadaron la confianza pública en las respuestas de los estados para enfrentar la emergencia global.
Por eso, generar un espacio de diagnóstico, reflexión y propuestas, como es la Comisión, sobre la desinformación en entornos digitales y las dimensiones que la posibilitan (la falta de transparencia algorítmica, el uso de nuestros datos personales, etc.) es un paso en la dirección correcta. Soy, sin embargo, cauto en las expectativas respecto de sus resultados y el impacto que sus recomendaciones puedan tener. Esta no es una discusión nueva, ni se resolverá localmente el problema, aunque hay suficiente experiencia internacional acumulada y propuestas hace años, tales como:
- La resolución del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre la Promoción, Protección y Disfrute de los Derechos Humanos en Internet (2016), que destacó la importancia de proteger la libertad de expresión y el acceso a la información en línea, así como la necesidad de abordar los desafíos que plantea la tecnología para los derechos humanos.
- El Informe sobre la Tendencia Mundial en la Libertad de Expresión y el Desarrollo de los Medios de Comunicación de UNESCO (2017), que mencionó la necesidad de regular plataformas digitales, destacando la necesidad de abordar el impacto de estas plataformas en el ecosistema de medios de comunicación y el pluralismo.
- El Informe del Relator Especial de Naciones Unidas sobre la Libertad de Expresión (2018), que apuntó a la cuestión de la regulación de las plataformas digitales y destacó la importancia de garantizar la protección de los derechos humanos en línea.
- El Informe del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos (2018), que destacó la importancia de que estas empresas respeten los derechos humanos en sus operaciones y en la forma en que diseñan y operan sus plataformas.
- La "Guía para la regulación de las plataformas en línea para una cultura libre y abierta", de UNESCO (2019), que planteó temas como la transparencia y responsabilidad de las plataformas, la protección de la privacidad y los datos personales, la lucha contra la desinformación y la protección de la libertad de expresión y el acceso a la información. Ahí también se abordó la necesidad de cuestionar el poder de mercado de las grandes empresas tecnológicas y la importancia de fomentar la competencia y la diversidad en el ecosistema de plataformas en línea.
- Y en Chile, la declaración “Gigantes digitales sin control: la necesaria regulación en Chile”, de la Asociación Nacional de Televisión (ANATEL, 2019) donde se afirmaba entre otras cosas que “la operación desregulada y sin control de los gigantes digitales globales está poniendo en riesgo la independencia, veracidad, equilibrio, pluralismo y diversidad de la información que consumen los ciudadanos”.
La conversación sobre cómo nuestras democracias y las plataformas digitales interactúan e influyen en nuestra convivencia es un factor crítico para el presente y futuro.
A todo lo anterior se suman muchas instancias nacionales e internacionales que han puesto foco y urgencia sobre el tema. Casos conocidos como los de Australia, Canadá, Unión Europea, Estados Unidos y en nuestro continente, Brasil, reafirman que este no es un debate que solo esté sucediendo en Chile ni que pueda suceder de manera aislada. Se trata de un desafío multilateral, donde hay bibliografía abundante y distintos avances que se pueden considerar para delinear cómo nuestro país se sumará a esta discusión urgente.
Pero siendo lo regulatorio una dimensión insoslayable, creer que es la llave maestra para resolver el problema de la desinformación, sería cometer un error estratégico. Las mejores experiencias internacionales para enfrentar la desinformación demuestran que el desarrollo de pensamiento crítico y habilidades digitales en la ciudadanía, y fortalecer un sistema de medios diverso, plural e independiente, son caminos tan necesarios y eventualmente, en el largo plazo, más efectivos para “desarmar” la desinformación. Así lo demuestra Finlandia y su primer lugar destacado en el ranking de preparación contra la desinformación que elabora el Open Society Institute. De poco servirán las regulaciones contra la desinformación en sociedades con bajos niveles de alfabetización digital y medial, y/o con sistemas de medios poco plurales, que ofrecen a la ciudadanía una mirada sesgada de la realidad y le impiden el siempre tan necesario y democrático contraste de miradas sobre temas en los que no hay consenso.
Por lo anterior, no hay que perderse en algo fundamental. Estas plataformas, tanto de redes sociales como de búsqueda, son negocios y venden un producto muy apetecible: nosotros. Su lógica es capturar nuestra atención la mayor cantidad de tiempo posible para que en la medida de nuestras reacciones, comentarios y navegaciones, se construya un perfil para ser vendido como parte de un microtargeting publicitario que no cuestiona ni pregunta por los intereses que motivan esa venta.
Su negocio fundamental es segmentar. Pero las sociedades necesitan encontrar espacios amplios y comunes para prosperar y sobre todo, diálogo para enfrentar sus diferencias. Sucede igual con el mercado. Necesitamos un mercado que genere competencia y no que permita la proliferación de monopolios a escala mundial, tal como ha acusado el departamento de justicia de EE.UU. a Google, por abusar ilegalmente de su dominio en la publicidad online.
Generar un espacio de diagnóstico, reflexión y propuestas, como es la Comisión, sobre la desinformación en entornos digitales y las dimensiones que la posibilitan (la falta de transparencia algorítmica, el uso de nuestros datos personales, etc.) es un paso en la dirección correcta.
Entonces: ¿qué está pasando en Chile? Frente a la ausencia de debate, el Gobierno decidió dar un primer paso y declaró que considera necesario contar con la asesoría de expertos/as para la evaluación de este fenómeno a nivel global, su manifestación local y su impacto en los procesos democráticos. La nómina de integrantes de la Comisión que se conoció hace unos días da garantías de que el desafío será abordado a partir del conocimiento cabal del fenómeno.
Se ha abierto un espacio importante, que luego de dar sus resultados, debería ser el comienzo de una propuesta que siga la ruta lógica del debate político. Cualquier propuesta de la Comisión que eventualmente signifique una revisión de nuestro derecho a la libertad de expresión será materia de ley, y no un acto administrativo de una Comisión que, como dice el decreto, es temporal y consultiva. No veamos fantasmas donde no los hay. Más bien, conversemos, generemos acuerdos técnicos, enfrentemos las diferencias y no reduzcamos la conversación a 280 caracteres. Nos debemos una conversación profunda sobre nuestro futuro: la democracia está en juego.