Abro los ojos y una puntada en la sien me obliga a cerrarlos nuevamente. No sé cuánto habré dormido, perdí la noción del tiempo. Estoy recostada en mi cama, aún conservo el paño mojado en la frente pero el bloque de gel refrigerante cayó a un lado y humedeció la almohada. La habitación está en penumbras, algunos rayos se filtran por los postigos metálicos en uno de esos bochornosos días de enero. Escucho el traqueteo regular y omnipresente del ventilador, el mismo que habrá ahogado hasta recién el ruido de mis dientes rechinando nerviosos, moliéndose entre ellos.
Hace dos días que siento un taladro en la cabeza y sé que todavía falta uno más para que se desconecte. Me levanto atolondrada y camino tambaleante hacia el baño, encandilada por la claridad del pasillo. Ya sentada en el inodoro vuelvo a entrecerrar los ojos. La luz me duele, los sonidos me duelen, los olores me duelen. El cuerpo me duele de tanto estar acostada, de tanto dormir sin descansar.
“Tomá líquido, hijita”, me dice papá en un mensaje. Le hago caso. Tomo litros de agua imaginando que así, quizás, logre diluir el dolor insistente, pulsátil, que se acentúa con cada movimiento.
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Cuando era chica los llamaba así, dolores de cabeza. Recuerdo que papá me daba un ibuprofeno o una aspirina; lo que no recuerdo es si me hacían efecto. En la adolescencia se acentuaron; mamá empezó a insistir con que hiciera terapia, decía que debía indagar en las causas emocionales de ese malestar recurrente. Papá, en cambio, me llevó al neurólogo.
Le describí mis síntomas, consultó antecedentes familiares y propuso una tomografía y resonancia magnética antes de dar su veredicto. El diagnóstico: migraña. Un tipo de cefalea primaria -es decir, que tiene existencia propia, que no es consecuencia de otra enfermedad o traumatismo- caracterizada por la dilatación de los vasos sanguíneos que rodean el cráneo, la inflamación y la liberación de ciertas sustancias responsables del dolor.
La luz me duele, los sonidos me duelen, los olores me duelen. Me duele el cuerpo de tanto dormir sin descansar.
La migraña es un trastorno silencioso: no se contagia, no te mata, pero te incapacita de manera regular y a lo largo de toda tu vida. El “Estudio de la Carga Mundial de Morbilidad” del 2013 señaló que la migraña por sí sola representó la sexta causa mundial de años perdidos por discapacidad. Hay cifras de cuántos la padecen en países como Francia o España. En Argentina, los datos no son representativos porque no está suficientemente diagnosticada. Ya lo dijimos: no te mata, y eso ya es un montón.
Googleando, me entero de que celebridades como Freud, Nietzsche, Darwin, Dalí y Lewis Carroll sufrieron frecuentes dolores de cabeza. No obstante, el hecho de que ese malestar sea también síntoma de otras dolencias ha hecho que las cefaleas primarias queden poco estudiadas, incluso subestimadas como enfermedades en sí mismas. Por eso en la Historia es difícil conocer quiénes efectivamente las padecieron.
En redes sociales, descubrí grupos de Facebook de migrañosos que hacen catarsis y se acompañan entre sí. En Instagram, encontré hace poco a una neuróloga influencer especializada en el tema que lanza desafíos y encuestas a sus seguidores, la mayoría mujeres, que comparten sus experiencias y destacan las dificultades de hacer entender a su entorno -laboral, familiar, amistoso- que las migrañas no son un simple dolor de cabeza. Me siento identificada: yo misma he ido consolidando un speech para explicar de qué se trata. De alguna forma, una pasa a ser una suerte de militante de su condición y pareciera que somos una legión de migrañosas.
Hoy la doctora instagramer invita a sus seguidores a que compartan los tratamientos y estrategias que han probado para hacer frente al dolor y cuenten cómo les ha ido. Leo las respuestas recostada en la cama, antes de dormir. Van desde topiramato hasta toxina botulínica (“botox”), pasando por flunarizina, CBD, betabloqueantes, opanolol, sumatriptan, amitriptilina, medicina ayurveda, meditación, acupuntura, masoterapia, reiki y la lista sigue. Algunas mencionan ciertos efectos adversos como la reducción de la concentración, el aumento de peso, adormecimiento corporal o aparición de cálculos en los riñones. Son pocas las que se jactan de haber encontrado una solución efectiva. A medida que leo las publicaciones se me hace un nudito en la panza: lejos de sentirme acompañada, me angustia el panorama desalentador. Pienso que, si sumara mi respuesta, no entraría en la pantallita.
La migraña no se contagia, no te mata, pero te incapacita de manera regular y a lo largo de toda tu vida.
Apoyo el celular en la mesita de luz, la misma que a lo largo de los años ha visto desfilar diversos tipos de analgésicos -aspirina, ibuprofeno y naproxeno- que se sucedieron conforme dejaban de hacerme efecto. Naratriptán para los dolores agudos, Reliverán para cortar las náuseas, Gatorade para reponer sales e hidratarme cuando paso días de cama sin comer. Almohadillas de lino y lavanda, paños húmedos para refrescar frente y ojos, ungüento de cannabis para masajear la contractura en el cuello que me agarra cuando me pongo tensa de dolor, tintura madre de melisa, pasiflora y tilo, clonazepam para bajar la ansiedad. Un hornito para aceites esenciales y spray de aromaterapia. Microglobulitos homeopáticos, el bendito Óleo 31 y su versión popular, el Mentisan o Pomada de dragón.
Cuando las migrañas se hicieron crónicas, papá me armó un pequeño “kit de emergencia” para abordar los primeros indicios de dolor, y empecé a llevarlo a todos lados junto al trío billetera-llaves-celular. Los médicos destacan que la clave para que el tratamiento sintomático sea efectivo es tomar la medicación ni bien arranca el malestar y no esperar al pico del dolor. Me ha costado siempre seguir esa indicación, quizás porque cada vez que empieza la migraña siento que fracasé nuevamente en mis iniciativas por prevenirlas desde una dieta saludable, un ejercicio físico aeróbico regular, la terapia semanal y el no sobrecargar mi agenda (y cabeza) de tantas actividades. Según los especialistas, la ansiedad y el estrés encabezan la lista de los gatillantes inespecíficos, que además incluyen la falta o exceso de horas de sueño, los ayunos prolongados e incluso la ingesta desmedida de alimento.
Los neurólogos también insisten en que llevemos un calendario de dolores para evaluar el impacto de algún nuevo tratamiento. Pero es difícil ser constante en el registro cuando, a pesar de probar alternativas, los episodios se suceden de manera recurrente. Poco a poco, los migrañosos vamos perdiendo la fe en un tratamiento efectivo y definitivo y vivimos bajo el acecho constante de un nuevo ataque. Sabemos que va suceder. Porque tenemos esa predisposición a que, ante determinados estímulos, se ponga en marcha la reacción neuronal y vascular que desencadena la crisis.
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—Sufro migrañas desde que tengo uso de razón.
Mamá niega con la cabeza y con un "no, Pamela" me corrige y señala que estallaron con la menarca. Frente al psiquiatra, en ese consultorio gris, no me animo a contradecirla. Si fueron veintinueve o diecisiete años da lo mismo. Me duele la cabeza, frecuentemente y mucho. En este preciso momento me duele.
Camilo, el psiquiatra, anota en una hoja oficio, mi recién inaugurada ficha clínica. Mamá sigue hablando y yo centro mi atención en los muchos objetos atiborrados en el escritorio: adornitos, biromes, fotografías, anotadores. Desde el portalápices hasta la taza, todo lleva una marca, una publicidad de las droguerías, cortesía de los visitadores médicos. Recuerdo con gracia la cartuchera blanca de anticonceptivos Yasmín que usaba cuando iba al colegio. Papá es ginecólogo, y también fui fiel usuaria del merchandising corporativo.
Cuando las migrañas se hicieron crónicas, papá me armó un pequeño “kit de emergencia” y empecé a llevarlo a todos lados junto al trío billetera-llaves-celular
—Déjenme a solas con Pamela —pide Camilo y les hace un gesto a mis viejos para que se retiren.
Lo miro, el ojo izquierdo semicerrado por el dolor. Las migrañas son unilaterales, punzan de uno u otro lado, nunca ambos a la vez. Camilo indaga sobre mi vida, mis hábitos, cómo pienso y actúo. Le cuento que últimamente cualquier cosa resulta un gatillante: el calor, estar varada en el tráfico, tomar una birra, una jornada larga de trabajo, el estrés, una discusión, lo que sea. Voy reconstruyendo mis idas y vueltas de los últimos diez años, en una secuencia de hechos que mueren en un relato sin profundidad.
Camilo garabatea en el papel, con esa caligrafía incomprensible que caracteriza a los médicos. Se ríe burlonamente cuando le digo que no me gusta medicarme. Su reacción me irrita, intento esbozar una justificación, señalo que si el sistema médico está basado en la administración de fármacos e influenciado por muestras gratis de los laboratorios es evidente que cualquier alternativa va a parecerle absurda. Anota, sonríe divertido. Me callo. Ahí estoy, en la consulta de un psiquiatra, despotricando contra el capitalismo. Me pregunta un par de cosas más y al cabo de un rato me mira resuelto.
—Tengo varias cosas para recetarte: ansiolíticos y antidepresivos.
En menos de treinta minutos de charla, el psiquiatra agregó a mi desgastado diagnóstico de migraña y ansiedad, depresión. Un informe publicado por la Organización Mundial de la Salud en el 2011 destaca que una de las barreras al tratamiento de las cefaleas es la falta de conocimiento de los profesionales al respecto, vinculada a la reducida carga horaria de formación que se le dedica a este tipo de trastornos en los planes de estudios. Si Camilo supiera algo más sobre ellas tal vez podría asociar mi irritabilidad al atolondramiento propio de sentir que una prensa me estruja el cerebro. Soy ansiosa y migrañosa; depresiva, no.
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Fabiana me cita en su consultorio, en una torre nueva de Caballito, de esas que exhiben un guardia 24 horas en la entrada, una llave magnética y dos macetones con tres cañas secas de bambú a cada lado de la puerta. Fabiana es flaca, alta y luce impecable: rasgos de muñeca Barbie enmarcados por una cabellera lisa, castaña, en la cual se entremezclan, sutilmente, mechones dorados, ropa clara, planchada y tacos.
Al entrar en el departamento hago el gesto de quitarme el calzado –las terapias alternativas que vengo consultando siempre tienen esa política zen al ingreso- pero me dice que no hace falta. Me ofrece agua y pasamos a la habitación, donde me golpea el olor a humo de cigarrillo recién apagado. Una luz tenue, un pequeño escritorio que se interpone entre ambas. Arranca su exposición sobre el tratamiento que pregona, que no tiene un nombre exacto que me hubiese permitido googlearlo antes. En síntesis, se basa en más de lo mismo: que las enfermedades físicas forman parte de la somatización de emociones no expresadas. Coincido y asiento con la cabeza. Agrega que es importante la prevención, trabajar en profundidad para ir desactivando los mecanismos inconscientes que las desencadenan, si bien esta suerte de terapia también ofrece respuestas para el dolor agudo a través de la aplicación de energía con las manos. Asiento otra vez con la cabeza. Me habla de cómo conoció la terapia-sin-nombre: fue por sus dolores en el vientre; gracias al Maestro se curó y eso la motivó a hacer la formación para ser ella también sanadora. Cuenta que la cursada dura siete años, que aún no es egresada y por eso no puede cobrar lo mismo que él. Que para iniciar mi tratamiento sugiere hacer un diagnóstico inicial con el Maestro, eso vale ocho mil pesos (a valores de 2019), una sola vez, y luego las sesiones semanales con ella, dos mil quinientos.
—¿Y cuánto dura el tratamiento?
—Eso lo iremos viendo.
Vuelvo a casa enfurecida, maldiciendo a los sanadores reservados para los dolientes con dinero en el bolsillo. ¿Qué clase de terapia es esa? Que siquiera tiene nombre, que sigue la guía de un Maestro que cobra veinte veces más de lo que me reintegra la obra social por presentar la factura de una psicóloga, que…
—No te des manija, no vale la pena —me responde Jaz en un audio.
Jaz es mi gran amiga de la adolescencia, con ella compartimos la capacidad de enroscarnos permanentemente por las mismas cosas, pero de manera alternada. Tenemos aceitados los roles de escucha y consejos. Ella no sufre migrañas, pero un herpes le sale en la nariz cuando se pasa de rosca, y por su constipación recurrente optó por transformar la forma de alimentarse, reduciendo las harinas y eliminando las carnes. El año pasado cuando hizo el profesorado de yoga, enriqueció nuestros intercambios existenciales con alusiones a la práctica del desapego, la meditación y la respiración. Sus palabras me reconfortan.
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Papá llegó contento a visitarme, como todos los miércoles que termina temprano de laburar y viene a almorzar a casa. Yo también lo estoy: luego de una semana en cama, hoy finalmente amanecí sintiéndome bien. Durante el último mes, tuve más días con dolor de cabeza que sin. Cada vez que salgo de un episodio es un estallido de energía. Me gusta ilustrarlo con la imagen de un fénix que se auto incinera y renace de las cenizas.
Una terapeuta me dijo una vez que mientras más “arriba” estuviera al sentirme bien, más “abajo” caería al sentirme mal. Que si aprendía a regular las intensidades podía reducir, tal vez, la incidencia de los episodios. Pero es tan difícil. Cuando me siento bien hago chistes, río a carcajadas, me pongo seria para laburar y le meto pasión a lo que emprendo. Pasión e intensidad. Esa intensidad que tengo que regular.
Poco a poco, los migrañosos vamos perdiendo la fe en un tratamiento definitivo y vivimos bajo el acecho constante de un nuevo ataque. Sabemos que va suceder.
Mientras pico unas verduritas para el almuerzo, papá me cuenta, entusiasmado, que ya hizo las averiguaciones para que inicie un nuevo tratamiento preventivo basado en anticuerpos monoclonales. Consiste en unas inyecciones mensuales autoadministradas (con prescripción médica, claro) de erenumab, un medicamento que funciona bloqueando un neurotransmisor llamado CGRP implicado en la activación del sistema trigeminovascular, protagonista en la génesis del dolor. Mientras me da detalles, pienso que aunque me genera cierto descreimiento estoy abierta a probar algo nuevo.
Dos miércoles más tarde, papá llega con la inyección. Tiene treinta y ocho años de médico pero igual lo veo nervioso. Me muestra el autoinyector, una lapicera de aplicación subcutánea en el muslo, abdomen o brazo. Está diseñada para que incluso yo misma pueda colocarmela. Leo los efectos adversos: posible hinchamiento en la zona de aplicación, estreñimiento o espasmo muscular. Nada dramático. Unos dibujitos indican el paso a paso, que papá se encargará de reproducir: me pasa un algodoncito con alcohol por la parte superior del brazo, extrae el capuchón, apoya la lapicera y aprieta un botón en el otro extremo, suena un “click”, y mantiene presionado un par de segundos mientras observa el visor lateral. Cuando éste se vuelve totalmente amarillo, señal que la dosis está completa, suelta y la aguja se cubre automáticamente.
Erenumab en mis venas.
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Abro los ojos, siento la boca apestosa de la birra que tomé la noche anterior. Es una mañana calurosa de diciembre, oigo el traqueteo del ventilador, y las patitas de mi perra que se acerca moviendo la colita a darme los buenos días. Me acosté tarde pero no tengo ganas de seguir durmiendo. Quiero acomodar la casa, lavar ropa, disfrutar de las tareas mundanas del sábado.
Por mensajito, como todas las mañanas, papá me saluda y me pregunta cómo ando. Pienso en la connotación que me significa poder responderle un “todo bien” con total sinceridad. Hasta no hace mucho, el calor, la birra, dormir poco y el estrés laboral de fin de año me valía varios días de cama. Miro hacia un lado, y en mi mesita de luz no hay otra cosa más que el velador, unos libros, el spray de aromaterapia y el hornito para el aceite esencial de lavanda. Los medicamentos están guardados en un cajón.
Miro hacia un lado y en mi mesita de luz no hay más que el velador, unos libros, el spray de aromaterapia y el hornito para el aceite esencial de lavanda. Los medicamentos están guardados en un cajón.
Me levanto y mientras se calienta el agua para los mates miro el calendario en la heladera. En los últimos diez meses, aparecen registradas las fechas en que me administré el erenumab. Y apenas once asteriscos, solitarios, aislados, que dan cuenta de ciertos episodios migrañosos de corta duración, que logré abortar con un analgésico.
La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor define al dolor como una experiencia sensitiva y emocional desagradable, asociada a una lesión real o potencial. Ya van treinta años experimentando esa sensación desagradable que, estoy convencida, evidencia un daño que me autoinflijo cuando me acelero, me salgo de eje y me enrosco con mis propias exigencias. Con la cabeza fresca puedo ver el vaso medio lleno del camino de autoconocimiento que transité para “sentirme bien”: alimentación sana, ejercicio físico regular, momentos de ocio, escribir. Un “sentirme bien” no sólo física sino también moralmente: poder disfrutar de lo que hago y planifico sin temor a que sea un desencadenante del dolor.
Al solcito, ya con los mates, me llama una amiga con quien hace rato no hablo. Nos ponemos al día, le cuento de la salida de anoche, los planes para las vacaciones, que estoy considerando incluso salir a la ruta por primera vez con el auto.
—Che, ¿y qué onda? ¿Cómo venís de tus migrañas?
Me acerco a la mesa de madera, la toco.
—Mucho mejor.
Tengo suerte: las migrañas no matan. Tengo mucha suerte: lo que no mata, fortalece.