La película de Pablo Larraín no es estrictamente una biopic: Spencer es un instante de esa vida, las 72 horas que duró la celebración de navidad en 1991. Tres días de Lady Di, eso es todo.
“Tiene que haber dos Dianas, la auténtica y la fotografiada”. La película adopta la forma del pedido que Carlos le hace a la princesa en una de las escenas: es un relato partido en dos.
Spencer juega entre antagonismos: la libertad y el encierro, la verdad y la apariencia, la carretera y el palacio, el tiempo preciso y la demora, la autonomía y la dependencia, la pulcritud y lo sucio, la inanición y la voracidad, lo sano y lo enfermo.
El desafío para el director, entre esos binomios, es hacernos aborrecer toda la belleza precisa propia de la realeza y abrazar el desborde en el que nos ofrece a la princesa rota.
“Dónde carajo estoy”, es lo primero que escuchamos decir a Diana en la boca de Kristen Stewart. La película empieza con la princesa perdida manejando su auto sin custodia, sola, intentando llegar a tiempo a esos tres días de navidad en la residencia real.
“Nadie está por encima de la tradición”, le dicen a Diana al llegar, cuando se rehúsa a subirse a una balanza en la que quedará asentado el peso de los asistentes y que deberán superar por dos kilos al retirarse.
Nadie está por encima de la tradición, u otro modo de decir que el pasado siempre se impondrá sobre el futuro. Aquí no hay futuro, el pasado y el presente son una misma cosa, les dice Diana a sus hijos. Escapar de ese círculo para ella parece imposible.
Lo que nos sumerge de manera definitiva en el ritmo asfixiante de Spencer es la música de Jonny Greenwood. La banda sonora es la gran aliada del director para introducirnos en el universo terrorífico y fantasmal que crea para Diana.
Las imágenes del mar de las escenas finales se encargan de recordarnos que también es necesario respirar. En Spencer el uso narrativo del plano es total. Larraín nos lleva del cenital al detalle como una forma de arrastrarnos de la realeza a la plebe.
Diana come a escondidas y vomita. Se mete varios dedos en la boca y devuelve. Después limpia. Pasa un papel por la tapa del inodoro, se limpia las manos, las comisuras, la ropa, la piel. Come una pastilla: vuelve al grado cero del vómito.
A Diana la persigue el fantasma de Ana Bolena, una reina del siglo XVI decapitada por incesto, traición y adulterio. La alucina, se espeja y le teme. La realeza y la condena. La realeza y los espectros. La realeza y el pasado.
Diana y Ana son una sola cosa. La princesa vive a mitad de camino entre la realidad y la alucinación pero los dos mundos se nos muestran pesadillescos.
¿La Diana que retrata Larraín es una víctima? Sí y no. Porque a pesar del sometimiento busca lugares para hackear el protocolo real que la asfixia. Está presa pero encuentra los pliegues en los que desbordarse.
Algunos vitales: hacer trampa a los vestuarios, llegar tarde a las cenas, manejar sola; y otros terribles: condenarse a la inanición, inducirse el vómito una y otra vez, clavarse un alfiler en el brazo hasta sangrar.
Diana se desborda y se rescata. Pero no lo hace sola. Maggie, su estilista y aliada le recuerda algo fundamental para la princesa víctima: tú eres tu propia arma. Pero ser un arma puede significar defenderse y también destruirse.
Spencer es el retrato de una mujer en llamas. Lo interesante aquí es que lo que la incendia no es el control, el asedio, la humillación, el panóptico agobiante en el que vive, sino su insistencia en permanecer ahí.
Los tres días que retrata Spencer son las 72 horas que le toman a Diana escuchar la frase de su amiga Maggie: ellos no van a cambiar, vos tenés que cambiar. Y esa será la llave para nuestra princesa en llamas.