Seguro usted ha visto la escena. Si no, al menos el meme. En medio de una reunión en el ayuntamiento de Springfield, Helen Alegría, la esposa del reverendo del mismo apellido, interrumpe una airada discusión al grito de “¡¿Alguien quiere pensar en los niños?!”. Es uno de los momentos más icónicos de Los Simpson porque el gag funciona a la perfección: nadie quiere pensar en los niños, pero es que los niños tampoco tienen nada que ver con lo que allí se está discutiendo. Da la impresión de que eso nos está pasando hoy con la Constitución, y que de constituyente al actual proceso solo le va quedando el nombre.
Las culpas de esto son compartidas, pero como en todo proceso político, a sus líderes les cabe especial responsabilidad. Republicanos, está de más decirlo, no ha estado a la altura de ese rol. Luego de cuatro años insistiendo en que no había razón para cambiar la Constitución, los escaños obtenidos en las elecciones del 11 de mayo les habrían bastado para lograrlo: solo requerían anunciar que votarían en contra de cualquier texto que saliera del Consejo y que, según lo establecido en el artículo 91 de su reglamento, ello bastaba para que se diera por terminado el proceso. Pero el poder es siempre tentador y el control del Consejo Constitucional fue suficiente para hacerles cambiar de opinión, cual serpiente bíblica mudando de piel.
De constituyente, al actual proceso solo le va quedando el nombre. Las culpas son compartidas, pero como en todo proceso político, a sus líderes les cabe especial responsabilidad.
Cambiar de opinión, por supuesto, siempre será legítimo. El verdadero pecado republicano no ha sido ese. Más bien, es haber caído, prácticamente punto por punto, en todo aquello que cuestionó, tildó de antidemocrático y acusó de provocar el fracaso del proceso anterior. Maximalismo, soberbia, bloqueo de las ideas contrarias y definición de políticas públicas a nivel constitucional han sido la tónica del trabajo del Consejo. La “dictadura de la mayoría”, que antes se denunciaba ahora se ha convertido, en boca de los Republicanos, en la legitimidad de ejercer “la mayoría que democráticamente fue obtenida”. Las críticas al actuar de la Convención no eran más que una careta para esconder el desacuerdo con los contenidos que promovía. En todo lo demás, Republicanos parece haber tomado nota de los peores errores de los convencionales, no para evitarlos sino para repetirlos.
¿Por qué cometer un error sabiendo de antemano que lleva al fracaso? Algunos plantean que, detrás de esta actitud, hay un intento consciente de Republicanos por hacer fracasar este proceso y así perpetuar la Constitución de 1980. No me parece que esa hipótesis tenga mucho sentido: como ya he dicho, basta con que todos los votos republicanos se opongan al proyecto en la votación final del Consejo para lograr el mismo objetivo de manera más eficiente, sencilla, y en un modo que dejaría satisfechas a sus bases.
¿Por qué, entonces, esta insistencia en andar una senda que, se sabe ya, lleva al despeñadero? La respuesta, me temo, está en las elecciones presidenciales de 2025. Para Republicanos, el objetivo no es redactar una Constitución sino presentar un programa de gobierno; la apuesta no es aprobarlo – aunque si ello ocurre, tampoco se van a quejar –, sino darle mayor visibilidad y alcance a sus ideas, aumentando la base de apoyo recibida en la primera vuelta presidencial de 2021. No es casual que los esfuerzos propagandísticos del partido se hayan desplegado casi desde que el Consejo inició su trabajo –en algunos casos, probablemente con dinero recibido por sus funciones en este–, incluyendo spots publicitarios de consejeros Republicanos promoviendo sus “enmiendas” y hasta su bienamado líder recorriendo Chile para convencer a la gente de que opine distinto cuando los encuestan. No es que la campaña por el plebiscito de diciembre se haya adelantado; es un partido usando –y abusando de– un proceso constituyente para alcanzar La Moneda.
¿Y el resto de los sectores? Chile Vamos no lo hace mucho mejor. La Derecha chilena sufrió con la conformación de la Nueva Mayoría y se desesperó ante la irrupción del Frente Amplio, pero nada la ha desarticulado tanto como la fuerza con que Republicanos entró a disputarle su electorado. Desde las presidenciales del 2021 ha corrido en círculos, errática, sin decidir si Kast y compañía son aliados, competencia o amenaza mortal; si es mejor comportarse con ellos de manera servil o marcar las diferencias que los distinguen. En pocos lugares esto ha sido más evidente que en el Consejo Constitucional: mientras un grupo funge de vagón de cola de la mayoría republicana, un par de valientes se atreve a restar su voto y dejar caer normas, sabiendo que no tienen la capacidad de instalar contenido alguno, pero sí, al menos, dejar testimonio de sus diferencias. Una vez más, lo que importa no es tanto el proceso constituyente en sí, sino con qué se quedará cada quien una vez que este concluya.
Para Republicanos, el objetivo no es redactar una Constitución sino presentar un programa de gobierno.
Nadie ha entendido esto mejor que Evelyn Matthei. Las encuestas no son auspiciosas para el “A Favor” y ella lo sabe, así como sabe que es una apuesta poco inteligente subirse a un barco que cada vez más tripulantes abandonan. Pero es más que solo eso: la alcaldesa siempre ha sido un animal político y comprende que, si el apoyo al nuevo texto no repunta, la única jugada que le queda a Republicanos es abandonar también el barco y saltar al navío más seguro del Anteproyecto de los Expertos. ¿Les bastaría eso para ganar el plebiscito? Quizás no, pero incluso en ese escenario, se verían “moderados” y “dispuestos a ceder”, cualidades fundamentales para mostrarse “capaces” de ser gobierno. Matthei se adelantó y no solo se puso en contra del texto del Consejo, sino a favor del de los expertos. Si el Partido Republicano opta por ese camino, los créditos se los lleva ella. Si no lo hace, insiste hasta el final en su propio texto y fracasa en el plebiscito, la victoria es de Evelyn Matthei también. La jugada de ajedrez política es perfecta, pero ¿y la Constitución? Bien gracias.
¿Podría el Oficialismo capitalizar una eventual derrota del Partido Republicano, tal como lo hizo la Oposición tras el plebiscito de 2022? Sin duda podría… pero el Oficialismo no está presente en el debate constituyente. Sigue en el suelo, arrollado por un tren que nunca vio y tampoco quiso ver, autoconvencido de que las encuestas mentían, pero los vítores en el concierto de Rosalía no. Su aturdimiento hoy es absoluto: algunos se aferran al argumento de que todo fue culpa de las fake news y otros siguen hundidos en la autoflagelación, repitiendo y repitiendo el relato instalado por quienes ganaron el plebiscito y seguros de que ninguno de los contenidos del texto de la Convención tiene cabida en el Chile de hoy. En ambos casos, se ha renunciado a un análisis crítico y autocrítico del anterior proceso constituyente, a identificar los errores estratégicos cometidos, los puntos ciegos y las lecturas erradas, pero también a discernir qué puntos de aquel proyecto deben rescatarse y cómo pueden proyectarse de manera efectiva en una visión concreta de país. No basta con preguntarse qué estuvo de más en el texto anterior, sino qué se requiere también reflexionar críticamente sobre qué fue lo que no lo estuvo e, incluso, sobre qué fue lo que faltó.
La Derecha chilena sufrió con la conformación de la Nueva Mayoría y se desesperó ante la irrupción del Frente Amplio, pero nada la ha desarticulado tanto como la fuerza con que Republicanos entró a disputarle su electorado.
El Oficialismo no se ha aprovechado políticamente de este nuevo proceso, pero no es por algún tipo de ética política particular; es porque casi no ha habido acción alguna al respecto. Salvo algunos ministros y ministras que sostienen la agenda del Ejecutivo, parte importante del gobierno y sus partidarios parecen estar más preocupados de la imagen del presidente Boric que de proyectar sus ideas y convicciones hacia un próximo gobierno. Mucho menos, de hacerlo en una discusión constituyente. El Oficialismo, dividido entre la autonegación y la autoflagelación, no se anima a entrar a este debate, sea porque lo considera amañado o porque está seguro de que, si lo hace, solo favorecerá los intereses de sus adversarios. En esas condiciones, el inmovilismo es un resultado inevitable.
Un escenario como el previamente descrito significa que estamos en problemas. Un momento constituyente es aquel en que volvemos a preguntarnos cómo queremos vivir juntos porque comprendemos que la respuesta que hasta entonces poseemos ya no nos satisface. Hoy, ese momento está cerrándose, porque ya nadie se está preguntando cómo queremos vivir juntos, sino cómo sacar el mayor botín posible de un barco que se hunde – o cómo hacer para no irse a pique junto a este. Lo que parecen no querer ver es que un momento constituyente que se cierra sin una respuesta, mantiene abierto el problema constituyente.
El Oficialismo no se ha aprovechado políticamente de este nuevo proceso, pero no es por algún tipo de ética política particular sino porque casi no ha habido acción alguna al respecto.
En el caso específico de Chile, nos deja regidos por una Constitución a la que hemos deslegitimado a través de un plebiscito y con quórums reducidos a tal punto que una mayoría circunstancial del Congreso podría hacer con ella lo que quisiera. Una Constitución a la que sus críticos no respetan y cuyos partidarios están dispuestos a declarar muerta si eso favorece sus opciones electorales. Una Constitución que no es Constitución, y sobre la cual construir cualquier proyecto de sociedad solo nos asegura terminar, tarde o temprano, como esos edificios costeros que, sin aviso, ven abrirse ante ellos un profundo socavón. Un escenario como este es insostenible, pero que sea insostenible no nos va a sacar de allí; solo asegura que quedaremos sepultados cuando llegue el derrumbe inminente.
Lo único que nos va a sacar de allí serán liderazgos valientes y a la vez responsables, que entiendan que construir confianzas es una condición para un proceso deliberativo efectivo. Liderazgos que puedan distinguir claramente las diferencias entre adversarios políticos y amenazas para la democracia, capaces de dialogar y confrontar posiciones productivamente con los primeros e implacables para no dejar avanzar a los segundos. Liderazgos, en el fondo, convencidos de que un proceso constituyente no se trata de ganar la partida, sino que de armar el tablero de una manera justa y de modo que todos estén dispuestos a jugar. La pregunta es si existen hoy hombres y mujeres dispuestos a asumir ese tipo de liderazgos. ¡¿Alguien, por favor, quiere pensar en la Constitución?!